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Saber de derecho de daños y vivir el derecho de daños no es equivalente.

Como abogados pensamos la responsabilidad civil desde la justicia en abstracto, como si uno como observador pudiera determinar cuánto vale la vida, el daño y el dolor del otro. Nos indignamos, además, cuando se imputa responsabilidad y no se guardan las proporciones que creemos adecuadas (por ejemplo, cuando se decreta la responsabilidad solidaria). Sin embargo las reglas de la responsabilidad civil dejan de tener sentido cuando el daño se vive cerca.

Pensemos en el siguiente escenario: ocurre un “cisne negro” en el que se cae un avión, un puente o un edificio y mueren varias personas. Se encuentra, después de investigaciones de alto nivel, que existe una concurrencia de culpas: los intervinientes con su actuar, de alguna u otra forma, incidieron en la ocurrencia del hecho. Las familias de las víctimas reclaman los perjuicios sufridos, que trascienden completamente la esfera de “la tristeza y congoja” de los primeros meses. El duelo que se desprende del daño (que en este caso es la muerte de un ser querido) tiene implicaciones en el plano material: a nivel cognitivo dejamos de ser los mismos y nuestro cuerpo se desfigura para dejar salir el dolor que difícilmente puede ponerse en palabras.

Ahora bien, adicionemos a las variables anteriores el hecho de que los sistemas jurídicos tienen ciertas reglas que hacen que la reparación se defina en virtud de criterios especiales de cada sujeto. Por ejemplo, si muere un hombre y una mujer que son pareja, y el hombre era quien tenía un trabajo estable mientras la mujer se había dedicado al cuidado del hogar y los hijos, la reparación a la familia del hombre será, seguramente, superior a la de la mujer. Si por el contrario se trataba de una ejecutiva de una multinacional y de la mujer que había contratado para la limpieza, la reparación será entonces superior para quien mayores ingresos tuviere al momento de la muerte. Esas reglas, nuevamente, desajustan la balanza equitativa frente a un mismo daño: la muerte.

Y no digo que sean necesariamente reglas inadecuadas, pero sí creo que se trata de reglas que en la mayoría de casos están permeadas por la desigualdad que vivimos día a día. Así, antes de pensar en justicia frente a las proporciones en las que se le imputa responsabilidad a cada interviniente, deberíamos preguntarnos por la justicia frente a la reparación. ¿Abarca esa indemnización, por lo menos parcialmente, los daños colaterales que trajo la muerte?

El derecho de daños no puede ser, entonces, la sola aplicación de reglas concretas en las que se cae en la petición de principio de creer que el derecho es justo. Esas reglas en ocasiones lo que hace es perpetuar las estructuras de clase, raza, género, y demás (la familia de la mujer que se dedicaba a la limpieza seguramente lo pasará peor mientras inmersos en el duelo tienen también que dejar de percibir un ingreso vital, por poner solo un ejemplo).

Las víctimas y la reparación integral de las mismas (que por lo menos en Colombia es una obligación) debe ser un foco importante de los sistemas jurídicos. Esta época es también la oportunidad para empezar a preguntarnos, por lo menos en la educación legal, por las implicaciones del duelo (que son a la vez las implicaciones del daño). La reparación es más que una cifra genérica.

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