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En mi familia somos dos nietos. Mi mamá tiene una hermana y mi papá un hermano, y ninguno tiene hijos. Por el lado materno de mi papá sí hay varios primos, pero ninguno tiene hijos. Entonces también somos mi hermanito y yo. Y ya.
Lo que sí hay es una cantidad desmesurada de tíos abuelos y tías abuelas. Aprendí tarde en la vida que no es lo usual tener incontables figuras de abuelos y abuelas, y cuando lo hice me sentí la persona más afortunada del mundo. Porque puedo decir que tengo muchos, muchísimos, abuelos y abuelas, además de los papás de mis papás. Mi hermano y yo, por ende, somos los nietos de mis abuelos, pero también lo somos de los hermanos de ellos.
Por el lado de mi abuela paterna eran siete. Y a seis de esos siete los conocí siempre, hasta en la adultez, compartiendo lazos inquebrantables. Siempre juntos en navidad, se iban a dormir a las casas de los otros, pasaban el día de la madre juntos. He pensado mucho en cómo fue su infancia, porque si así eran en su adultez, ¿qué tan unidos fueron cuando niños?
Conocí también al papá de ellos. Al papá de mi abuela, quien se murió cuando yo estaba en esa etapa extraña de los niños, antes de que comiencen las memorias, pero después de aprender a hablar. Me cuentan que mi bisabuelo Mario, un médico de renombre, perdía cualquier semblanza de firmeza conmigo, su única bisnieta. No me acuerdo de él, pero me acuerdo de su cara que me han mostrado en álbumes familiares.
Siempre pensé que, de los hermanos de mi abuela, el más parecido a mi bisabuelo era Luiso. Es una suposición, por lo que ya expliqué que no tengo memoria de Mario, pero creo que el sentimiento de amor incondicional, de ternura infinita y tranquilidad que llevaba Luiso a donde fuera tuvo que haber sido lo mismo que yo sentía cuando a mis tres años veía a mi bisabuelo.
Cuando Luiso me veía lo primero que hacía era subir la voz al tono más agudo que su garganta podía generar, y mientras me decía “mi niña linda,” nos abrazábamos. Las preguntas que le seguían al saludo variaban con los años, con las etapas de mi vida. Cuando estaba en el colegio me preguntaba por las materias, por los compañeros, por las extracurriculares. Me preguntaba sobre cómo me estaba yendo en el equipo de voleibol, si estaba feliz en las materias.
Cuando entré a universidades en el exterior me contó que siempre supo que yo siempre estuve para “cosas grandes.” Le brillaban los ojos cuando le contaba sobre mi vida en Edimburgo, me preguntaba por mis amigas con curiosidad, y creo que estaba muy feliz de que hubiera encontrado a mi gente en esa nueva etapa de mi vida. Y aunque creo que el resto de mi familia se preocupó cuando a mis 18 años decidí irme al otro lado del mundo a estudiar, dudando si iba a ser capaz, Luiso nunca lo dudó. Luiso siempre confió en mí.
Le encantaba el flamenco y en navidad ponía sus canciones en el parlante de mi abuela mientras se tomaba los guaritos o roncitos que tanto le gustaban. Cuando tenía nueve años trajo a un amigo suyo, bailarín de flamenco, a una de las reuniones familiares. O tal vez hizo una reunión familiar para que viéramos a su amigo bailar, no recuerdo bien. Pero recuerdo su cara orgullosa cuando mostré mi gusto por su música favorita, bailando y cantando al frente de todos.
Dije que eran siete porque Luiso se murió el domingo. Y claro, la muerte es lo más natural de la vida; afortunadamente en mi familia no me criaron con miedo a ella. Pero yo no me acordaba de perder a alguien, y caí en la trampa de sentir que mis seres amados serían infinitos. Aunque mi racionalidad me dijera que era imposible, sentía que quienes amo serían infinitos.
Mi mayor miedo cuando me fui de Colombia fue que alguien en mi familia se enfermara o falleciera sin yo estar ahí. Y aunque lo primero que sentí después de la partida de Luiso fue angustia por mi familia, luego de llamar a todos mis familiares me seguía sintiendo igual aunque me hubieran asegurado que estaban tranquilos. Entonces sentí el egoísmo humano de primera mano, porque aunque ya sabía que mi familia estaba bien, sentía la necesidad de poder estar con ellos; quiero estar con ellos no por ellos, sino por mí.
¡Qué tan egoísta he sido! Tantos errores que he cometido al no escribirles, no llamarlos, no preguntarles cómo están. Con las excusas estúpidas de la zona horaria, de la universidad, del trabajo, de viajes, del cansancio, he dejado que la vida se me pase mientras sigo en la trampa de la infinitud. Y escribo esta columna para, además de honrar al tío abuelo hermoso que me regaló la vida, plasmar en palabras el amor que tengo por mi familia. Porque son lo más valioso, hermoso, e incondicional que tengo. Por ellos y ellas, soy. Y el pensar en no poder despedir a Luiso con todos me genera un hueco en el estómago, un peso en el pecho, y me cuestiona si hice lo correcto al dejarlos.
En conversaciones con mis amigos me dijeron que esto es parte de crecer. Y aunque desde mi infancia quise ser adulta, como lo he explicado en otras columnas, el perder a mis seres queridos es una tecnicidad que nunca consideré. Porque al imaginarme a mí misma de adulta siempre me imaginaba llegando a las mismas reuniones familiares con la misma gente, solo que ahora tenía carro, un anillo en el dedo, tal vez una casa propia. En estas visiones tal vez estaba casada, o en embarazo o con hijos, pero los 24 de diciembre eran lo mismo de todos los años.
Mirando las fotos de la que ahora sé fue que fue la última navidad con Luiso, recordé la camisa amarilla que tenía puesta ese día en diciembre. Y así era él. Radiante, siempre con su gorro tapa plana, con una sonrisa en la cara, con abrazos para darme. Alegre, vital, el abuelito de todos. Y aunque no está, el apodo de “mi niña linda” lo seguiré llevando con orgullo. Porque eso fui para él, desde que nací hasta mis veinte años, cuando se fue. Su niña linda.
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