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Para escuchar leyendo: Zona de promesas, Soda Stereo
Hay un verso de Jaime Sabines que habla del esperar, esperar sobre todo que no haya otra puñalada en contra de sí. Hay un verso de Izet Sarajlić que habla de aspirar, de aspirar a ser homenajeado en una calle donde no le suceda nunca a nadie una desgracia. Hay un verso de María Mercedes Carranza que añora un día en el que pueda escribir sus memorias.
En una cultura como la nuestra, mediada por el cristianismo, el esperar es sinónimo de confiar, pero también de soportar. Y en los tiempos en los que estamos parece que la única salida a tanta mala noticia es abrazar el algún día.
Esta semana que pasa varias noticias minaron mi entusiasmo. Vi esperanzas nacionales convertidas en replicadores de mentiras, vi la guerra convertida en cifras que siguen en aumento, vi empresas gratificantes convertirse en fantasmas caminando hacia el olvido, vi promesas de cambio rotas entre 340 mil millones de mentiras, vi a mi bisabuelo casi despedirse de nosotros, vi a Colombia tocando, una vez más -claro, no la última- el fondo.
Cuando uno está en los años del colegio, y pavimenta la ruta hacia el éxito con un plan magistral, está bastante convencido, al menos en mi caso, de tener sobre los hombros un designio divino para hacer realidad alguna esperanza. Cuando los años pasan, coincidiendo con la universidad, la esperanza se parece más a una responsabilidad, y el designio divino es más un sueño personal. Ya pasados los años, uno es optimista por ignorante o por romántico, pero casi siempre también por terco. Conversando con mi abuela frente a las realidades nacionales, frente a la muerte que pasea por sobre nuestras narices su triunfo en Oriente, en Cauca, en Jamundí y en Rafah, frente al llamamiento por acabar nuestra constitución (que viene de todos los extremos ideológicos), volvimos a ese viejo verso de García Lorca en el que el poeta grita el trabajo que cuesta querer a su amado como lo quiere.
Ese verso de García Lorca termina con un lamento, por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero. Y a uno por el amor a la Patria, al mundo, a los sueños, en días como los pasados, también le termina doliendo el aire, el corazón y el sombrero. Rendirse entonces, en las intentonas personales por sacar algo adelante, pareciera una opción prudente. Pero ahí sigue uno, con la fe de un carbonero, abrazando el algún día como una promesa de algo mejor. Al optimismo hay que abrazarlo, para seguir alimentando el motor que hace que uno se levante todos los días a tratar de hacer algo.
Algunos lo llaman terquedad, mi abuela lo llama esperanza.
¡Ánimo! Hoy más que nunca.
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