Lo único inevitable en la vida es la muerte. Cualquier cosa puede pasar mientras se transita con vida en esta fracción mínima de tiempo, dentro de la larga historia de expansión del universo, menos el irrefutable hecho de morir.
Dicen quienes lidian con el duelo de la muerte que en el fondo se experimenta un egoísmo profundo, porque nos perdemos de la compañía de ese ser que amamos cuando se va, por la incapacidad de seguir elaborando momentos a futuro que se conviertan en recuerdos.
Algunas personas le tienen pavor a la muerte, otras le enfrentan con valentía reclamando el derecho de morir dignamente. Entre tanto, la muerte es y será el fin de la existencia, y por eso, la necesidad de añadirle esperanza de un “más allá”, una ilusión de que todo sigue en otra parte, en donde nos encontraremos finalmente “para toda la eternidad”.
Se huye de la idea de morir, se evita a toda costa hablar del tema. En las reuniones familiares mencionar la probabilidad de la muerte en vida se vuelve un sacrilegio. Pero más que nunca se hace necesaria la conversación, por todas las causas de muerte que rondan cerca.
La pandemia nos dio en la frente, nos restregó lo vulnerables que somos, y las redes sociales lo volvieron una imagen recurrente. Durante el 2020 y 2021 fue frecuente abrir una red social y encontrar que por coincidencia la mayoría de contactos tuviera lazos fúnebres en sus fotos de perfil. Pero lo más impresionante fue ver cómo las redes sociales se volvían en una especie de “médium” para intentar comunicarse por última vez con el ser querido después de su muerte.
Alcanzamos a leer las desgarradoras despedidas declarando el dolor de la ausencia en una publicación de redes sociales. Un acto de la más profunda privacidad se ha hecho público a través de la internet. Con la pandemia esa necesidad parece hacerse más fuerte. Empezó a ser una constante que personas en sus propios perfiles contaran la tristeza por la muerte de alguien a quien amaron, pero también la necesidad de entrar al perfil de una persona fallecida a escribirle cuánto la extrañaban. Esos mensajes no tendrán respuesta, a quien va dirigido no lo podrá leer, y quedarán las palabras alojadas allí a manera de anecdotario.
Elisabeth Kübler-Ross se recuerda como una de las más importantes psiquiatras en enfrentar la idea de la muerte y hablar de ella incluso con pacientes terminales. En sus estudios encontró que el proceso de duelo conlleva 5 etapas de adaptación emocional para enfrentar una situación inesperada de pérdida, incluyendo la probabilidad de la muerte propia o el hecho de fallecimiento de algún ser querido. Estas etapas van desde la negación, luego pasa por la ira, luego por la negociación, entra a estado de depresión y por último la aceptación. Este fenómeno de publicitar los sentimientos y mostrar la vulnerabilidad tal vez tenga un efecto terapéutico, y podrían leerse estas etapas que bien clasificó Kübler-Ross, siendo testigos de cómo evoluciona un sentimiento como el duelo hecho público en redes sociales. Faltarán estudios que evalúen el impacto de masificar el dolor y que, por ejemplo en Facebook, se genere el recuerdo del hecho cada año una y otra vez en una publicación cargada de desahogo por una pérdida.
Los perfiles de las personas fallecidas siguen ahí, suspendidas en el maremágnum de datos que se atropellan en la world wide web. Las cuentas de redes sociales sobreviven por encima de nuestra existencia, porque en éstas el algoritmo no está programado para cerrar el perfil una vez muramos, sino que están creadas para dar constancia de lo vivido, para que quede el recuerdo de la identidad, los gustos y desenfrenos. Pero nadie piensa que al morir alguien más le escribirá en su cuenta personal cuánto le extraña.
Las redes sociales se volvieron un médium para terminar de decir lo se quiso y no se pudo. Las declaraciones públicas de duelo parecen buscar entonces un consuelo, esa necesidad que en el plano terrenal se den las palabras que se necesitan para aceptar su nueva realidad en medio de la ausencia. Alguien más podría asumir que se trata de rendir un homenaje a la persona, una especie de tributo que le hacen las otras en vida que le recuerdan. Pero escribir a alguien fallecido y hacerlo público parece en principio absurdo, o por le contrario, habla más de un nuevo escenario en el estudio del duelo que puede estar sujeto a análisis y demandar atención en términos de salud mental como un asunto de salud pública.
Las redes sociales están albergando, como nunca antes en la historia, una memoria de la muerte. Cada vez más nos enfrentan a lo que evitamos, la vulnerabilidad emocional de la humanidad, todo a cuenta de la posibilidad cada tanto más desmedida de hacer pública nuestra mortalidad y el dolor que vivimos a costa de ella, esta vez, en código binario.