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Mi tío Wílmar, un alma inquieta y habilidosa desde su infancia, mostró su sensibilidad y potencial en su juventud. Adorador de Michael Jackson, rebelde en la escuela y dotado de una facilidad para conquistar, creció en las calles del Barrio Antioquia. Su educación en la Escuela Santísima Trinidad fue interrumpida cuando lo expulsaron en quinto grado. A los dieciséis años, se vio envuelto en un mundo oscuro que dejaría una marca duradera en mi familia y en mí.
Viviendo entre esquinas, amigos, fiestas y armas, se unió a un combo que trabajaba para Dandenis Muñoz, conocido como «La Kika», un alto miembro del cartel de Medellín, implicado en actos infames, incluido el atentado al avión de Avianca que llevaba al candidato presidencial César Gaviria. «El Balisca», un modesto billar en la intersección de las calles 25 y 65C, se convirtió en el centro de operaciones de La Kika y otros mafiosos, incluido Pablo Escobar (El doctor). Para mi familia, esta casa se encontraba a un lado de la suya.
Frente a la violencia que arrasaba la ciudad y el barrio, mi familia buscó refugio en Castilla. Sin embargo, mi tío eligió quedarse, aferrándose a su reputación y sentido de pertenencia otorgados por el combo y la mafia. Esta decisión llegó a su fin un jueves 13 de septiembre de 1990.
Ese día, Atlético Nacional venció a Vasco da Gama de Brasil con un marcador de 1-0 en los cuartos de final de la Copa Libertadores. La ciudad celebraba mientras mi tío disfrutaba en el Barrio Antioquia con sus amigos. A las 7:30 p.m., mi madre (embarazada de un mes) celebraba su cumpleaños en casa de mi padre cuando, de repente, escuchó a mi abuela desde el tercer piso gritando su nombre: «Mónica, Mónica». Una sensación de vacío y escalofrío la invadió. «Algo le pasó a mi hermanito», dijo a mi padre.
Mi tío había sido baleado por miembros de otra banda del barrio mientras disfrutaba de la fiesta, vulnerable y de espaldas.
A sus dieciséis años, Wílmar soñaba con ser futbolista, pero las circunstancias y sus decisiones lo llevaron por otro camino. Sin embargo, nunca dejó de soñar ni de preocuparse por su familia. Para muchos, era un joven problemático condenado a morir, pero él era un joven lleno de potencial y vida.
En 1991, Medellín vivió una escalofriante cifra de 6.554 asesinatos de jóvenes. Afortunadamente, hemos avanzado desde esos oscuros momentos en los que la muerte acechaba en cada esquina. Pero hoy enfrentamos nuevos desafíos que exigen un esfuerzo conjunto como sociedad.
La salud mental, en particular, emerge como la principal preocupación de los jóvenes. Según la OMS, la ansiedad y la depresión serán las principales causas de incapacidad laboral para 2030. Los trastornos mentales a menudo comienzan antes de los 18 años, enfatizando la importancia de abordar este problema.
En Medellín, la situación es alarmante. Reportes del programa Entorno Protector de la Secretaría de Educación indican un aumento del 125% en casos de autolesiones, ideación e intentos de suicidio entre adolescentes de 12 a 16 años en 2022. Las muertes por suicidio han aumentado en casi un 160% entre 2005 y 2021, principalmente en los grupos de 15 a 19 y 20 a 24 años.
Las causas de esta tristeza son variadas: desde los estragos de la pandemia y la violencia en la infancia hasta la falta de propósito. Esta desazón también se refleja en la educación. En 2022, Medellín experimentó la tasa de deserción escolar más alta en todos los niveles educativos desde hace 11 años. Como resultado, solo el 9% de los niños que ingresan a transición logran llegar a la universidad.
Y la calidad de la educación se resiente, con más de la mitad de los estudiantes careciendo de las competencias necesarias para las pruebas estandarizadas. La disparidad en sus resultados entre colegios públicos y privados es evidente, y se ha incrementado del -0,7 en 2019 a 9,1 en 2022.
Estos problemas educativos y de salud mental, sin duda alguna impactan la inserción laboral de los jóvenes. En 2022, más de 170.000 jóvenes en Medellín ni estudiaban ni trabajaban, representando casi el 35% de la población joven de la ciudad. Los empresarios lamentan la falta de talento, mientras que los jóvenes envían hojas de vida sin respuesta. Opciones como el modelaje webcam, la venta de drogas y el trabajo sexual se presentan como alternativas inmediatas.
Si bien hemos superado la época oscura, la desesperanza parece haber reemplazado los sueños de muchos jóvenes. En medio de estos desafíos, la inteligencia colectiva emerge como una necesidad valiosa.
La industria creativa, una política genuina de talento digital y el fortalecimiento de organizaciones sociales y culturales son grandes oportunidades para potenciar el talento de miles de jóvenes en los barrios, que además están ávidos de inspiración y nuevos referentes que les inviten a construir una nueva vida material e inmaterial. Ellos son el nuevo mundo y el motor de cambio.
Me llamo Wílmar Andrés, nombre que rinde homenaje a mi tío y a Andrés Escobar. Mi vida tiene un propósito claro: redefinir y reivindicar la vida de mi tío y la de otros jóvenes que, como él, merecen un futuro brillante. En sus fuerzas y sus ideas radica nuestra esperanza, la clave para forjar una mejor ciudad, un mejor mundo.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/wilmar-andres-martinez-valencia/