Tipos de contenido

Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

Medellín, entre la destrucción de lo público y el abandono

Te podría interesar

Elige el color del texto

Elige el color del texto

Escuchar artículo
PDF

San Pedro era para mí una cuadra larga, de bajada y con casas un poco tristes a ambos lados. Disfrutaba muchísimo tirarme en un pequeño triciclo, una moto de plástico o una bicicleta, mientras sentía el viento en mi cara y me reía al lado de mis amigos. Tenía unos 6 años cuando llegué con mi familia a este lejos y difícil barrio de la ciudad, casi llegando a San Cristóbal y después de subir Antonio Nariño y la iglesia del Divino Niño en la Comuna 13.

Digo difícil porque era un barrio que parecía haber sido olvidado por el resto de la ciudad. Cuando estabas allí solo veías montañas, casas y fincas alrededor, ni siquiera te sentías parte de Medellín, y esa sensación de aislamiento territorial se profundizaba más cuando los conductores de la ruta 222 (San Javier – La América) te decían que no subían hasta el barrio porque los combos los atracaban: lo mismo decían los taxistas y hasta la educación, porque mis amigos y yo teníamos que caminar casi 40 minutos hasta llegar a la única escuela pública que existía para nosotros y que quedaba al lado de la estación San Javier del Metro, la escuela PIO XII.

Nunca fui consciente de todos estos faltantes, para mí era normal, incluso una aventura. Todos los días salía muy temprano de mi casa, recogía a un par de amigos y nos aventurábamos a caminar hasta la escuela. Mi mamá a veces podía darme los 500 pesos que costaba el bus desde la iglesia el Divino Niño hasta la estación San Javier, pero yo a veces me sentía valiente y por ahorrarme esta moneda seguía caminando entre las fronteras invisibles del barrio Socorro, combo al que estaba enfrentado mi barrio. Así lo hice muchas veces hasta que un día, al solo dar unos pasos por delante del bus, pude ver tres pelaos del barrio con un fierro en la mano y dando tiros hacia una montaña. Mi corazón de niño de 7 años quiso estallar, me monté al bus lo más rápido que pude, entregué al conductor la moneda de 500 y me senté esperando que el sonido de las balas de fondo desapareciera. Nunca más volví a sentirme valiente.

Pero hubo un día en que particularmente sentí que no éramos nada, que vivíamos alejados del mundo civilizado y que por más aventuras que pudiera tener en esas bellas mangas y montañas de mi barrio, ninguna institución estaba con nosotros.

Mi abuelo putativo, que era comerciante informal en el centro, había sufrido un par de años atrás un derrame cerebral que lo había condenado a un retraso mental de por vida. Mi abuela, valiente y capaz, tuvo que enfrentar su enfermedad y la de mi bisabuela con todo estoicismo y fuerza mental. Mi madre,tuvo que hacerse cabeza de familia e ingresar al mundo de infinito cansancio de las confecciones; yo, mientras tanto, solo jugaba, veía Dragon Ball Z y leía cientos de historias en los libros y cuentos que me compraban para estudiar.

Después de varias semanas de intensa agonía, Papito Mono no podía más. Sus pies estaban hinchados por la retención de líquidos, cada vez comía menos y su estridente personalidad -incluso en la enfermedad- había sido eclipsada por el cansancio y el dolor de la incapacidad física. Sacar un enfermo o herido de San Pedro era toda una proeza. No había carros, transporte público, o algo parecido, pero aún así mi abuela estaba decidida a no dejarlo morir en la casa. Con la ayuda de varios vecinos bajaron a Papito Mono hasta la acera y allí, sobre una silla, se sentó a esperar paciente mientras mi abuela llegaba hasta el Divino Niño (alrededor de 2km) a buscar un taxi para llevarlo al hospital.

Pasó mucho tiempo hasta que Papito pudo decirle a algún vecino que tenía sed. Recuerdo que le sirvieron un poco de agua sobre una totuma, se la dieron casi en la boca y él comenzó a beberla ante la mirada de mi bisabuela, mi hermano de 2 años, varios vecinos y yo, y en un instante ya no siguió bebiendo, el agua comenzó a correr por la comisura de sus labios dándonos la señal que su cuerpo ya no le pertenecía, su alma se había ido. Minutos después llegó mi abuela en un carro cualquiera, con un señor de bigote, camisa de cuadros y mirada solidaria, que la había encontrado corriendo de un lado a otro por las calles en búsqueda de un transporte para salvar a su compañero de vida, pero fue demasiado tarde. Ya el abandono y la desgracia nos habían tomado ventaja. 

¿Pudo haberse salvado mi abuelo si hubiéramos tenido mejor acceso a salud? ¿Un transporte público eficiente o siquiera un centro de salud cerca? ¿Podría yo haber evitado decenas de sustos por las balaceras si hubiera tenido una escuela pública de calidad más cercana?

Todo esto me lo he preguntado por años y hoy lo hago más que nunca, en un momento donde nuestra ciudad vive uno de los momentos de destrucción de sus bienes públicos más grandes de la historia. Un momento donde la ambición personal, económica y política de un pequeño grupo se ha impuesto a punta de mentiras y salvaguardas jurídicas, a costa del bienestar y la decencia de miles de ciudadanos y cientos de comunidades.

Los bienes públicos de calidad (salud, educación, transporte, seguridad) son los que le permiten a cientos de miles de personas tener algo parecido a una vida decente y civilizada mientras logran construir su propia economía y sustento. Son los que dan esperanza y dignidad a niños como yo, que pensaba que con sus libros, sus historias animadas y sus amiguitos lo tenía todo, hasta que la realidad de la miseria y el abandono le explotó en la cara.

Estamos asistiendo impávidos a la destrucción de lo que es de todos y lo peor es que no nos importa. A los poderosos solo se les mueve cuando se les tocan sus intereses o su comodidad, y a los más llevados solo se les mueve cuando no hay otra opción, porque la mayor parte del tiempo se sienten tan insignificantes que ni siquiera sienten que algo puede cambiar. Solo unos pocos se preocupan y se ocupan de lo que está pasando, pero se sienten impotentes y tristes. 

Más allá de las disputas de poder, nos toca pensar en nuevas formas de cuidar los bienes públicos, primero eligiendo bien nuestros gobernantes y segundo construyendo mecanismos que eviten en tiempo real el robo y el saqueo por parte de funcionarios inescrupulosos. No podemos esperar hasta la siguiente tragedia, el siguiente muerto por abandono o la siguiente oportunidad perdida para un niño de nuestra ciudad. 

Este año será clave para eso.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/wilmar-andres-martinez-valencia/

4.8/5 - (6 votos)

Te podría interesar