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Una preadolescente compra boletas para ir al concierto del artista de moda. En la fila conoce a un muchacho dos años mayor que ella. Él estudia en un colegio católico masculino y ella en un colegio católico femenino. No se separan durante el concierto y al final intercambian números de teléfono. Ella llega el lunes al colegio y les cuenta a sus amigas todos los detalles. Pocos son sobre el concierto. La narración tiene un solo protagonista: el muchacho del colegio masculino. Pronto él invade todas sus conversaciones a la hora del descanso. En las semanas siguientes hay cartas, salidas a comer helado, cine, fotos tipo documento en las billeteras y muchas palabras en Messenger. Nuevos personajes entran en escena: la hermana mayor del muchacho, que va al mismo colegio católico femenino y los compañeros del colegio masculino, que están felices de romper la segregación impuesta por la educación religiosa.
Por los poros de la membrana invisible que los mantiene separados de lunes a viernes intercambian las ideas que justifican el lugar que cada uno ocupa en el mundo. Entonces todo se complica. Una de las amigas de ella confiesa que el muchacho también le gusta y reclama su derecho a demostrarlo. Hay celos y lágrimas y cartas que viajan entre pupitres con información secreta. El equilibrio de la hora del descanso se rompe. Ella tiene que buscar un nuevo grupo para pasar el recreo porque sus amigas eligieron estar del lado de la nueva enamorada. Todo se parece a las telenovelas que ven en las tardes. Ella se arrepiente de haber ido al concierto. Piensa mejor y de lo que se arrepiente es de haber compartido el hallazgo del muchacho con sus amigas. En el alba de su adolescencia anota una lección: las mujeres son el rival.
Una mujer de casi treinta años empieza a salir con un hombre de casi cuarenta. Se cuentan todas las historias que tienen para contarse. Él es un gran narrador. Ella escucha con atención y se hace una idea de su pasado. Hay muchos personajes. Los hombres siempre tienen nombre y apellido. Para hablar de las mujeres él utiliza a menudo referencias genéricas. Todas las historias que las incluyen terminan más o menos igual: hay algo en ellas —su sensibilidad, sus preguntas, su deseo — que lo destruye todo. La mujer es la preadolescente y la lección que aprendió casi veinte años atrás la protege de suspicacias y le da a su cerebro intoxicado de dopamina la única explicación que necesita para entender esta situación.
Hace unos días alguien puso en evidencia que abuso de las explicaciones funcionalistas para analizar la opresión de las mujeres y, desde entonces, he pensado en la sutileza de los mecanismos de operación del patriarcado. Las escenas que describí al inicio de este breve ensayo son recreaciones de mi vida. Podría relatar cien más para apoyar el llamado de atención que me hizo el lector: no hay necesariamente “una estrategia patriarcal” que dirige nuestra existencia. Si existiera ya la habría identificado y nunca me hubiera prestado para la escena dos.
Por supuesto que hay un orden social patriarcal y unas reglas informales que lo sostienen, pero su producción no puede rastrearse a una decisión necesariamente consciente de un grupo de individuos. Es mucho más complejo. El orden patriarcal se sostiene en las instituciones que se benefician de la distribución injusta de poder entre hombres y mujeres y estas en la reproducción orgánica de creencias y comportamientos que en la mayoría de los casos son el resultado acciones irreflexivas.
En una intervención pública a principio de año tuve la osadía de decir que no presumía la mala fe de las directivas universitarias que ignoraban cómo gestionar el problema del acoso sexual y que las peores prácticas provenían, en la mayoría de los casos, de una visión ingenua de las relaciones entre hombres y mujeres. Una mujer que participaba del panel, en un gesto bastante patriarcal, trató de aleccionarme explicándome como todo hacía parte de una gran conspiración de la que ahora yo era cómplice por haber dicho lo que dije.
Muy a pesar de mi interlocutora la junta directiva mundial del patriarcado no existe, así como tampoco existe una ciudad subterránea desde la que un grupo de reptilianos orquesta la economía mundial y protege al gran capital. Existe una red de relaciones complejas que mezcla actos conscientes e inconscientes y que soporta un orden social injusto para las mujeres. Un código social instalado en cada persona que funciona a la perfección con el sistema operativo patriarcal y que por esa razón es tan difícil de cuestionar.
Desinstalar ese código nos vuelve incompatibles con el resto del sistema y hace que nuestra experiencia se vuelva más difícil. Analizar permanentemente lo que nos ocurre para traducir entre los dos lenguajes —el que nos instalaron y el que queremos diseñar— es tan agotador que ponerse en modo automático y operar con las viejas reglas se siente como tomar un descanso porque simplemente dejamos de hacer resistencia. En mi adultez quiero actualizar la lección: la compatibilidad con el sistema operativo patriarcal es el rival.