Tatiana Andia tenía un perro de peluche, Niki, que la acompañó desde los cero años y con el que dormía todas las noches. Lo ocultaba debajo de la almohada porque le daba vergüenza: ese peluche raído, escribió, ya no correspondía con la edad de su propietaria.
Pero con el cáncer, no lo ocultó más. Niki empezó a compartir su cuello con el gato, los dos juntos entre el mentón y el pecho.
Desde niña, Tatiana le había dicho a su mamá que quería que la enterraran con él.
Supongo que fue así: Tatiana murió el miércoles 26 de febrero.
Ya no está.
Se acabó la fiesta.
Leí por primera vez una de sus columnas el año pasado. Contaba sobre su cáncer terminal y la decisión de no someterse a tratamientos agresivos.
Tenía 44 años, un cáncer de pulmón incurable. Su decisión: no extender por extender la vida.
Quise escribirle entonces, pero no encontré las palabras.
Esta semana, la noticia apareció en varios medios. En El País escribieron: murió la socióloga experta en es salud que le enseñó a Colombi a morir.
Ahí recordé lo qué sentí cuando leí por primera vez su historia: no se trataba de la muerte, sino de la vida. Sobre qué es la vida.
Una de las preguntas que se hacía era para qué quería días extras sometiéndose a quimioterapias, cirugías invasivas o jornadas de cuidados intensivos. La respuesta era que no los quería para los efectos adversos ni las náuseas ni el mareo ni el dolor de cabeza.
Los días que tuviera los quería para despedirse, recordar, celebrar, viajar, para estar con sus amigos, con su pareja, su papá, sus gatos. Para vivir.
El 25 de enero, Tatiana contó sobre Niki en una columna en El Espectador. Su pareja, Andrés Elías, psicólogo del desarrollo, le había explicado que era un objeto clásico transicional. Ella hizo un chiste: conservaba a Niki porque no transicionó nunca a la adultez. Pero la pregunta era esta: ¿Cómo hará la gente que no conserva su objeto transicional para hacer la transición a la muerte?
Hay temas que me obsesionan. La muerte, por ejemplo. Me hice consciente de ella desde muy niña con el asesinato del papá. Lo que más me obsesiona, sobre todo ahora, es el silencio, el miedo que nos da conversar de ella.
Tatiana lo recordó en su última columna: El acto más natural de todos, al que todos llegamos tarde o temprano, está lleno de mitos. A pesar de que todos sabemos que nos vamos a morir, no sabemos lidiar con la muerte, ni con la propia ni con la de nuestros seres queridos.
Mi terror más grande es que se muera la mamá. Lo tengo desde que recuerdo, por matemática básica: cuando hay dos papás y se muere uno, queda uno, pero si ese uno se muere, queda cero.
Justo estaba leyendo esta semana un texto de Chantal Maillard sobre el origen de la poesía y la filosofía. Escribió: “Y es que las ‘cosas’ no tienen límites. Los objetos sí. Y, sin límites, las cosas son terribles. Su intensidad es terrible. Y, sin concepto, un objeto es una cosa. Y las cosas son particulares. Un individuo, sin concepto, es terrible porque es infinito. Un hombre muerto es terrible; es infinito. ‘La muerte’ no lo es. Podemos hablar de la muerte; no podemos hablar de un hombre muerto (…). No cabe. No es posible”.
Cuando se muere alguien —alguien que queremos— su intensidad es terrible. Es una nueva vida: es la vida sin esa persona, que es distinta. Es un vacío inexplicable.
Pero no hablamos de la muerte. Podemos, pero no lo hacemos. No lo suficiente. En nuestra cultura es un tema vedado. Lo omitimos hasta que nos toca y no hay manera de evitarlo. Supongo que por eso también nos duele más: no estamos preparados, no hacemos bien los duelos. No sabemos cómo.
Y la muerte llega, siempre.
Como muchos otros derechos fundamentales —escribió Tatiana— es bueno y da tranquilidad que exista en el papel, pero ejercerlo en la práctica es otra historia. Y no es por ninguna barrera administrativa, sino por las barreras culturales y sociales.
Una de las preguntas a las que más vueltas le doy tiene que ver en si el silencio es un statement político en Colombia: no hablemos de los muertos, escondámoslos, digamos que las cuchas no tenían razón. Los muertos no existen, la guerra no existe, si no se nombran. Luego, cuando los muertos son de los pobres, cuentan menos —para los que tienen el poder.
Las columnas de Tatiana me movieron tanto porque nos recordó que es fundamental hablar de la muerte, de las emociones, del sentido y la complejidad de la vida. De qué es la vida. Creo que es mucho pedirle a la moribunda que, además, motive a los vivos a vivir. No tener un cáncer terminal debería ser motivación suficiente.
Cuando leí por primera vez a Tatiana, pensé en su coraje: ser capaz de tomar una decisión así. Yo creo en eso que dice, pero cuando pienso en ello, en si sería capaz, prefiero no pensar. Me da miedo porque todavía quiero estar aquí. Pero eso es justamente lo que me hizo reflexionar ella: en que estos temas tienen que dejar de ser un tabú. La muerte está ahí. Es este cliché: es inherente a la vida.
Me gustaría decirle a Tatiana —además de gracias por todas las preguntas—, en su nuevo estado de la materia, que mi perro de peluche se llama Pereque, que lo tengo en la biblioteca para que no se dañe, que ya no lo escondo, que cuando tengo miedo duermo con él y que yo también le he dicho a mi mamá que cuando me muera, me entierren con él.
Pero por ahora, saco de contexto esta frase del texto de Maillard: me quiero sentir viviendo (en gerundio).
Otros escritos de este autora: https://noapto.co/monica-quintero/