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En varias ciudades del país hay unos locales enormes, brillantes, llenos de mesas largas y poltronas acolchonadas en donde se ofrece el servicio de manicure y pedicure. Todos los locales se ven igual, huelen igual y se escuchan igual. Es una franquicia que, aparentemente, se vende bien.
Para trabajar en este lugar las manicuristas deben hacer un entrenamiento que puede durar hasta un mes. Durante este tiempo no reciben ningún tipo de remuneración. Antes de empezar a atender al público deben comprar, de su bolsillo, doce “kits” de cortacutículas y cortauñas y pagarle a la empresa el uniforme que están obligadas a usar. Al final de la formación les hacen exámenes para verificar que “apliquen bien los protocolos”, como en toda franquicia hay un método particular para hacer las cosas, y si los superan ya pueden empezar a “trabajar”.
Uso el verbo entre comillas porque a pesar de que en la práctica estas mujeres deban prestar personalmente el servicio, estén subordinadas a una supervisora y reciban una remuneración, ellas no son trabajadoras: son prestadoras de servicio independientes. Deben pagar su propia seguridad social y no tendrán jamás derecho a vacaciones, ni a una prima. Tampoco estarán protegidas por el régimen laboral en caso de sufrir acoso.
Esta situación es bastante usual en el sector de los servicios de belleza. Las dueñas de los salones establecen un acuerdo de uso del espacio a cambio de un porcentaje del valor de cada servicio. Pero una cosa es una peluquería pequeña, en la que todas las personas, dueña incluida, trabajan y mantienen la clientela y otra es el modelo de estas franquicias en el que se aprovecha la aceptación generalizada del intercambio que describo arriba, y por supuesto, la necesidad que tienen muchas mujeres de generar ingresos, para crear un negocio que solo es rentable para una de las partes de la relación.
La inversión inicial que debe hacerse en estos locales, que no pueden estar en cualquier lugar, solo en “sitios exclusivos” con arriendos caros, incluye la compra de un mobiliario muy específico y costoso. Los gastos fijos mensuales, acueducto, energía, insumos y los derechos de reproducción de la música que siempre tienen encendida, deben ser altísimos. ¿Por qué es tan buen negocio entonces? Tengo una hipótesis: las verdaderas socias inversionistas del negocio, aunque nunca reciban su parte, son las manicuristas.
El negocio no tendría un retorno tan interesante si no se soportara en la precarización de las mujeres que, aunque su contrato diga otra cosa, trabajan ahí. Si incluyéramos en la ecuación el factor prestacional de las veinte mujeres que cada día atienden a la clientela el modelo “no daría”. Es decir, si a las mujeres que trabajan ahí se les pagara todo lo que se les debe pagar, la inversión no sería interesante. Es lo que ellas dejan de percibir lo que hace que el negocio funcione y esto es así porque se aplica la lógica simple del mercado.
Si la creación de empresa y de empleo se orientara con premisas más solidarias seguro no existirían estas franquicias sino formatos más pequeños y cooperativos en los que las mujeres participarían de las utilidades y en los que sus derechos laborales estarían garantizados. Seguramente no serían tan grandes y ostentosos como los locales de hoy en día, pero la grandeza y el brillo estarían donde tienen que estar. Soy consciente de lo difícil que sería proponer un modelo diferente, pero no creo que sea irrealizable. Como dijo Oscar Wilde: “un mapa del mundo que no incluya Utopía no merece siquiera ser consultado”.
Mientras esto ocurre me gustaría que el Ministerio del Trabajo hiciera una inspección en estos lugares y que quienes buscamos este tipo de servicios exijamos que se respeten los derechos laborales de las manicuristas y no patrocinemos modelos asimétricos que sobreviven gracias a la explotación.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valeria-mira/