Luz roja

Escuchar artículo

A finales del siglo XIX y ante el aumento del número de vehículos que circulaban por las calles de Londres, John Peake Knight diseñó un dispositivo para indicar a los conductores cuándo debían detenerse. En el día la máquina de Peake Knight funcionaba con una barra: cuando estaba en posición vertical los vehículos podían continuar por la vía. Cuando estaba en posición horizontal tenían que parar y cederla a quienes circulaban en la dirección opuesta. En la noche se encendían dos lámparas de gas: una verde para dar paso y una roja para detenerlo. El dispositivo era operado por un policía y en su primera versión resultó ser peligroso. Lo desinstalaron luego de que la lámparas estallaran e hirieran al operario. La masificación de las lámparas eléctricas mejoró el diseño inicial y en Cleveland, Ohio se instaló el primer semáforo eléctrico en la segunda década del siglo XX.

A muchas niñas y niños de Medellín nos enseñaron las normas de tránsito en una ciudad miniatura construida en el Parque Norte. Montadas en bicicletas aprendimos a leer las señales de la convivencia: ceder el paso, bajar la velocidad, no hacer giros prohibidos. Detenerse. 

La regulación de la circulación vehicular es una manifestación de nuestra inteligencia colectiva y es el mayor acto de confianza cotidiana. Cruzar una calle es confiar que alguien más va a detenerse ante la visión de una luz roja. Nada más que eso. No una talanquera, ni una barra: una luz. El código de quienes comparten un mismo espacio y quieren cuidarse mutuamente. Rojo detenerse, verde avanzar.

Me aterra ver cómo las luces rojas ya no hacen que los vehículos se detengan. Los pasos peatonales son el escenario más usual de una transgresión que pone en peligro la vida de peatones y conductoras. Me interesa pensar en las razones detrás de la decisión de ignorar esta norma. En la conexión entre el delirio narcisista de nuestra época y el gesto de pasarse un semáforo en rojo: la convención no importa, solo es válida la estrecha visión del individuo. 

Medellín es cada vez más anómica. Más egoísta y privada. Perder la capacidad de leer las señales que orientan la vida común y privilegiar lo individual sobre lo colectivo es un síntoma más del mal que nos aqueja: olvidar que compartimos el mundo y que no hay vida sin los otros. 

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valeria-mira/

5/5 - (9 votos)

Compartir

Te podría interesar