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Los rostros de la guerra

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Esta semana, la telenovela inspirada en la vida de Rigoberto Urán mostró de manera descarnada las circunstancias confusas en las que fue asesinado el padre del ciclista en Urrao, Antioquia, en el año 2001. Los que vimos la escena lloramos y recordamos lo infame y desastroso que ha sido el conflicto armado en Colombia.

Pensé en que la mayoría de personas que conozco han sufrido la violencia en carne propia: a mi tía Inés alguien que la odiaba la mandó a asesinar en su propia casa. A la mamá de mi primo Miguel la secuestro y mató Pablo Escobar. Al tío Diego lo secuestraron y por no pagar el rescate lo mataron. Al papá de Carlos Eduardo mi amigo lo ahogaron con una bolsa plástica, junto al papá de Luisa, Ana y Daniel, mis primos. A Daniela, la prima de mi esposo, la mataron en una fiesta junto a otras doce personas. A Juancho lo asesinaron en San Andrés. Camila, una ex compañera de trabajo, huyó de su pueblo (Granada) porque se rehusó a entrar en las filas de la guerrilla cuando tenía trece años, ella y su familia se fueron sólo con la ropa que tenían puesta. Al hermano de Laura lo desaparecieron los paramilitares, y Adrián, de once años, vio cómo mataban a su perro porque le había ladrado a un comandante de las AUC el día en que fueron a cobrarle la vacuna a su papá.

Cada víctima de un acto violento tiene un nombre, un rostro, una historia. Hay alguien que la llora y la extraña. En los que viven perdura el recuerdo de esos seres amados cruelmente arrebatados de su lado por una bala, una mina antipersona, un bombardeo, un secuestro, una tortura.

Sólo quienes han perdido a alguien a manos de otro ser humano entienden la diferencia entre ver morir a un ser querido en la cama de su casa, de un hospital o en un accidente, a tener que enterrarlo por culpa de los violentos. Las víctimas de una guerra traen consigo no sólo su propia pérdida, sino también la de sus seres queridos. No se mata únicamente a una persona, se destruye a una familia.

El conflicto interno en Colombia ha dejado más de nueve millones de personas afectadas por los delitos de homicidio, extorsión, secuestro, desaparición y tortura. Más de dos millones son niños.

Historias lamentables. Tragedias con las que se vive. Un vacío para siempre. Las preguntas infinitas y sin respuesta: qué pudo ser, cómo sería hoy, qué me diría. Y la nostalgia terrible porque los recuerdos se vuelven difusos, se van borrando los rostros, los gestos, la voz. El temor insoportable y con culpa que genera olvidar.

Hablaba hace unos días con una amiga sobre tanto dolor que vemos y sentimos como propio y en lo difícil que se convierte la vida cuando los ojos están tan abiertos y el corazón tan dispuesto a empatizar y solidarizarse con los demás. “Eso se llama humanidad”, me dijo. Ambas escribimos en este medio y coincidimos en que, a veces, por más que quisiéramos, nos es imposible pensar y escribir de otra cosa.

Cada semana cuando me dispongo a escribir esta columna me hago la misma pregunta: ¿y para qué si a nadie le importa? Tal vez ser humano se trate simplemente de eso. De llorar en silencio por los desconocidos, de acoger en el propio corazón y en la mente la desgracia ajena como si fuera mía. Ser humano es cargar con el peso de la humanidad entero, con todo lo que implica y, como dice mi amiga Cata “hay que buscar en la naturaleza y en la belleza cotidiana la esperanza y resistir. Alzar la voz, aunque sea desde el fondo de un pozo”.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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