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Que Colombia es un país injusto es una verdad tan conocida que pareciera tonto repetirla. La manera como hemos permitido que la violencia, la pobreza y la exclusión se ensañe con buena parte de la población debería ser irrefutable para todos los que gritamos “era gol de Yepes”. Sin embargo, tengo la sensación de que no es así, de que en la conversación cotidiana en Colombia no está presente la pregunta por la justicia. Esto se nota más en Antioquia y Medellín, lugares en general orgullosos que esconden sus miserias, que las cubren, que las meten debajo del tapete. Por fortuna, siempre habrá personas que miren por debajo, que abran la puerta que no se quiere abrir, que pregunten por lo evidente que se trata de ignorar, que levanten la alfombra para ver toda la mugre que se ha acumulado durante años. Laura Mora es una de ellas.

Los reyes del mundo, su segunda película, es una mirada a la vergüenza de Medellín y del país que se agrega a la reflexión que trajo al cine colombiano el trabajo de Víctor Gaviria. La película narra los márgenes, la exclusión y la violencia. Baja al infierno que está debajo del tapete. Se pregunta por la justicia y el Estado. Muestra con crudeza reflexiva el abandono y la desesperación.

En una de las escenas vemos a unas madres consolando y sosteniendo a cinco niños indefensos, como si su labor en el mundo, que es la película, fuera intentar protegerlos de la violencia del destierro social. Ellos, encuentran refugio en el abrazo de esas mujeres, y se les ve calmados y seguros en esa habitación, que es más bien un país, que los ha abandonado, que los ha marginado, que los ha dejado a su propia suerte. Los hijos de Colombia sostenidos sólo por la fuerza de sus madres es una imagen elocuente de la historia del país.  

En otra escena vemos a un personaje que guía, como Virgilio a Dante, a los protagonistas hacia el infierno, mientras ellos están convencidos que van camino al paraíso.  Es una paradoja —como la historia misma colombiana— que mientras vemos la belleza del Cauca y sus montañas, sepamos también que río abajo se encuentra el dolor y el padecimiento. Que en medio de tanta belleza no haya sino violencia, dolor y desesperación para ellos. Que, en la exuberancia de este país, la esperanza y la abundancia para la mayoría no sea posible. Cuando vemos lo que sucede en la historia escrita por Laura Mora y María Camila Arias, en esa decisión de que no haya un arco narrativo que permita sosiego para sus personajes, pienso en las vidas que cuenta Ken Loach — el director de cine británico— y en cómo su narración está determinada por la injusticia y el sufrimiento, esas que son principio en el sistema en el que vivimos.

El final de la película redondea bellamente ese modo de reflexionar, esa pregunta de por qué hay tanta gente que vive en la deriva de la violencia, la pobreza y la exclusión. Yo celebro que en el mundo haya gente que siga mirando debajo del tapete, que haga películas como las de Gaviria, Mora y Loach, que nos hagan llorar por la dureza de sus historias y la desesperación de sus personajes. Puede que en esas lágrimas encontremos el camino hacia la construcción de un mejor mundo, uno en que los reyes que viven en la exclusión tengan por fin, y esta vez sí, un reino.        

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