A finales del 2024, un niño de 15 años fue asesinado en El Plateado, Cauca, tras negarse a ser reclutado por las disidencias de las FARC. A casos como el suyo se suman los denunciados por la ministra de Justicia, en los que los niños se estarían quitando la vida para evitar que los recluten. O los que se van para el monte porque en su casa hay varias bocas por alimentar; yéndose saben que es una menos y saben que esa es su forma de ayudar a que sus hermanitos y sus papás tengan menos hambre.
Incluso, en muchos de los casos no son propiamente la escena en la que el grupo llega a una casa a llevarse al menor, sino que las condiciones de vulnerabilidad llevan a que los jóvenes a tomen las armas. Casos en los que la decisión la motivan la pobreza y la indignidad, no la amenaza del fusil. Por eso es entendible que la Corte Constitucional trate a todos los casos de reclutamiento de menores como reclutamiento forzado.
Vivir del campo cada vez es más difícil, y ante la situación no existe otra salida. No hay educación, deporte, espacios de formación o acompañamiento para ellos. Qué va a haber, si ni siquiera hay qué comer ni mucho menos tranquilidad para salir de casa. Ante eso, los grupos armados son la única alternativa.
Desde 2019, Naciones Unidas ha identificado más de 1000 casos de reclutamiento a menores. La Defensoría del Pueblo afirma que el reclutamiento infantil subió 1005% entre 2021 y 2024. Cifras hay muchas, todas muy alarmantes, y todas son un subregistro, ya que muchos de estos casos no se denuncian por miedo o simplemente no se conocen.
Esta es otra situación en la que una cifra no es capaz de ilustrar todo lo que hay detrás de ella. Pero sí hay algo claro: que sólo en enero de 2025 fueron asesinados en combate la misma cantidad de niños, niñas y adolescentes que en casi todo el 2024. Que, en ese año, el 73% de los reclutamientos registrados fueron en el Cauca.
Como el Cauca está Guaviare, Arauca, el Catatumbo, el Chocó… lugares en los que los programas de acompañamiento para niños, niñas y adolescentes, como el propio Estado, brillan por su ausencia. El aumento de estos casos también es responsabilidad de ese Estado que ni se asoma, cuyos esfuerzos se quedan cortos para abordar el problema o son inexistentes.
El Estado debe hacerse presente con más que pie de fuerza: debe hacerlo con educación, servicios básicos, institucionalidad y proyectos que acompañen los diferentes proyectos de vida de los jóvenes. Porque en muchos casos el único referente de autoridad es el grupo armado. Claro, que llegue el Estado es un proceso lento, hasta imposible, pero es eterno si nunca se empieza.
Mientras el Estado formula planes y proyectos que nunca se ejecutan o se conforma con discursos vacíos en vez de hacer presencia, los grupos armados ya están en los territorios. Debemos tener claro que esto no es una estadística más del conflicto: cada número es una infancia arrebatada, una vida destruida. Entre sociedad y Estado debemos trabajar sin descanso para que la opción de los niños, niñas y adolescentes de Colombia no sea morir en una guerra insólita y ajena que no comprenden, ni tienen por qué comprender.
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