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La batalla del bien contra el mal, de la luz contra la oscuridad, es una de formas de relato más utilizadas. Los griegos contra Jerjes, los aliados contra los nazis, Batman contra el Guasón, Los Jedi contra los Sith; el enfrentamiento entre dos bandos, entre dos fuerzas. En política esto sucede a menudo. La construcción de relaciones entre amigos y enemigos es propia de políticos en todo el mundo. 

La historia del conflicto armado en Colombia se agrega a esta forma de narrar. Los autores, entre ellos varios gobiernos, han contado una historia maniquea: había unos buenos que estaban enfrentando a unos malos. Sin embargo, en una guerra tan larga, con distintos actores, las fronteras entre lo bueno y lo malo más que compartimientos claros son líneas borrosas. Por muchos años se dijo (aun hoy algunos lo afirman) que las fuerzas armadas de Colombia eran los “héroes de la patria”, aquellos que, como en Star Wars, estaban luchando contra el lado oscuro. Siempre he tenido problemas con la narrativa del héroe por fuera de las películas, me molesta mucho ese alejamiento que supone la excepcionalidad, esa deformación que da la condición de superhéroe, el modo como deshumaniza. Sin embargo, no se puede negar que miles de soldados, en su mayoría colombianos pobres, entregaron su vida por librar una guerra y que eso para algunas personas puede ser heroico. Tampoco se puede negar que miles de policías y soldados cumplen una labor difícil, mal paga, pero fundamental en cualquier sociedad. Que día a día dirimen conflictos y garantizan el cumplimiento de derechos de toda la población.   

La semana pasada, ante la JEP, se llevó a cabo una de las audiencias de reconocimiento oficial sobre falsos positivos por parte de ex miembros del batallón La Popa, comandado por el coronel Publio Hernán Mejía. Allí, varios soldados reconocieron que en alianza con los paramilitares asesinaron 127 personas, entre ellos 12 indígenas wiwa y kankuamo, para hacerlos pasar como guerrilleros y presentarlos como bajas en combate. El cabo tercero Elkin Rojas contó lo que le dijo a una víctima antes de matarlo en un operativo de falsos positivos: “ya que usted es consciente que se va a morir, le voy a proponer un negocio, póngase un camuflado y yo le prometo que su cuerpo sin vida se le va a entregar a su familiar, si no lo hace de todas formas usted se va a morir, pero no se le garantiza que su cuerpo sea entregado a su familia”

Estos hechos nos confirman (una vez más) que pensar el conflicto armado con la narrativa del bien y el mal es muy difícil. La complejidad social no resiste un análisis tan simple. Los militares fueron un actor más dentro del conflicto y muchos de ellos cometieron crímenes atroces. No hay una sola División del Ejército donde no haya reporte de falsos positivos, de asesinatos a civiles para mantener la narrativa de que “los buenos” están ganado, de que la luz está venciendo a la oscuridad. Hay muy pocos casos en el mundo donde se haya presentado tal nivel de involucramiento de la estructura de un ejército en una acción tan abominable. A mi sólo se me ocurre uno.   

Los héroes y los villanos hacen parte fundamental de nuestras narrativas, pero nos sirven muy poco para entender la realidad social. La búsqueda de la reconciliación, de la verdad, es un camino muy largo, pero para recorrerlo debemos prescindir de ciertas estructuras simbólicas, narrativas y cognitivas desde las cuales pensamos casi todas nuestras interacciones; esas que nos llevan a que siempre que estamos en cine queramos identificar cuáles son los buenos y cuáles son los malos. Hacer esa distinción elimina la complejidad que tienen los fenómenos sociales, y es especialmente problemática para el caso del conflicto armado colombiano. La separación entre víctimas y victimarios, entre héroes y villanos, es muy difusa, pues, tristemente, el horror vino de todos lados.

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