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Se publica esta columna un día antes de mi cumpleaños número cuarenta. No es más que un detalle, pero es un detalle simbólico. Es un recordatorio de que la vida pasa, de que es uno el que, en un abrir y cerrar de ojos, habla de aquello que pasó siendo ya adulto hace veinte años y que se siente lejísimos pero parece que hubiera sido ayer. Que es uno el que puede decir con cierta nostalgia yo también tuve veinte años. Y el que empieza a analizar si clasifica cuando hablan de gente joven. Cuál será el paso que lo saca a uno definitivamente de ahí. Y qué significará dar ese paso.

Los veinte y los treinta son sin duda maravillosos por la potencia, la amplitud del horizonte, la sensación de la vida por delante, por no pensar aún en impedimentos del cuerpo ni analizar siquiera que la gente joven pueda ser algo ajeno, por sentir aún que los padres son para siempre, por la flexibilidad en tantos ámbitos de la vida. Pero son también esos años un río turbulento, poseído por corrientes no siempre visibles pero agresivas. Fui mayormente feliz durante los últimos veinte años, pero no me devolvería.

Escribió José Luis Sastre que «somos aquello que decidimos y a lo que renunciamos», y yo siento que los cuarenta se abren fascinantes a partir de eso: lo que hemos decidido y a lo que hemos renunciado, que ya es menos flexible, nos define más, estamos más dispuestos a arriesgar y a asumir las consecuencias. A estas alturas uno ya sabe que el cuerpo es mucho más poderoso y más débil de lo que jamás imaginó, y que la vida no es ni mucho menos eterna, no es siquiera larga, así que se valora más el tiempo, se está menos dispuesto a perderlo en lo que no lo vale, uno siente más la garra de ser uno mismo y es más capaz de mandar al carajo a quien no le guste esa esencia que al fin es más visible.

A los cuarenta uno ha perdido gran parte de la inocencia, pero a la vez sabe justo la porción de inocencia que no está dispuesto a perder. Sin la que se desdibujaría no ya la juventud, sino esa niñez en la que se formó el alma: soltar ese pedazo de inocencia sería soltar para siempre la mano de la niña que uno fue. Recordando al poeta Antonio Machado, que advirtió que él era “bueno en el buen sentido de la palabra”, hablaba hace poco Luis García Montero de la bondad, de cómo se ha desprestigiado esta palabra hasta el punto de equipararla casi con la imbecilidad, y se declaraba públicamente un imbécil, un “buen imbécil”. Es un gran alivio saberse parte de ese bando habiendo alcanzado la certeza no solo de lo poco que importa lo que piensen los demás, sino de dónde está la verdadera imbecilidad.

A los cuarenta uno ya sabe a qué le apuesta, por qué verdades y valores está dispuesto a hablar en voz alta, a desgastarse, a escribir, a parecer un buen imbécil, a ser impopular, a perder gente de un círculo que aparentaba permanencia durante los veinte y los treinta. Hay un filtro refrescante, que alivia.

A los cuarenta quienes nos conmovemos tenemos una profunda claridad acerca de lo importante que es conmoverse y de que eso, conmoverse, es vital en las pocas personas de las que nos seguiremos rodeando en esos años que son lo que queda de la vida que pasa. Hay en tiempos de redes sociales llenas de gurúes que esconden su indiferencia detrás de muchos me gusta una división esencial entre quienes se conmueven profundamente con lo que pasa en el mundo y quienes consideran que eso no es de su incumbencia y que lo importante es su pequeño círculo. Me sumo a esta idea de Lola López Mondéjar: «Confieso que prefiero a quienes se sienten inocentemente culpables frente a quienes huyen de la responsabilidad moral y de la culpa, pues opino que ambas tienen efectos civilizatorios, y que sentir pena y empatía, percibir que el dolor ajeno nos afecta en lo más íntimo de nuestro ser, es la vía regia para movilizarnos, para activarnos e intentar cambiar el mundo. (…) A mi entender, sentirse partícipe de lo que hace la humanidad en su conjunto es un acto de responsabilidad moral, signo de un profundo sentimiento de pertenencia; un humilde reconocimiento de que somos el resultado de los actos de las generaciones que nos preceden, y de nuestra indelegable responsabilidad con las futuras».

A los cuarenta uno ya sabe y acepta que cada día puede perder y recibir nuevos portazos que hieran los sueños y la esperanza, pero precisamente por eso —y porque todo se acorta, importa más e importa menos— se está más dispuesto a intentar, se sabe que cada día es a la vez la posibilidad de un sí, aunque sea distinto al que se imaginó a los veinte.

A los cuarenta se ama el silencio. Se anhela la lentitud. Se sabe que la paz está entre árboles, que el bosque es un abrigo, una casa mucho más poderosa que el gentío. Pero, sobre todo, a los cuarenta se tiene la certeza de que no hay nada más importante que el amor, de que es un cuento eso de deprenderse, desapegarse, saberse solo en el amor por uno mismo. Escribió Ana Iris Simón “que el amor es querer hablarle a todo el mundo y todo el rato del ser amado. Y que no nubla la vista ni deforma la visión sino que se la corrige a los miopes. Que no es ciego, sino que permite ver”. Y sí: el amor hace que la vida siga ardiendo aunque cambien los relojes y el cuerpo. El amor nos da la mano para seguirlo intentando.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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