“Qué lejos se nos queda ya el pasado de hace solo unos años. En algún momento cruzamos sin advertirlo la frontera hacia este tiempo de ahora y cuando nos dimos cuenta y quisimos mirar atrás para comprobar en qué punto había sucedido el tránsito nos pareció asombroso habernos alejado tanto”.
Antonio Muñoz Molina
Llegué a la obra de Antonio Muñoz Molina por un amigo con el que solía hablar con cierta frecuencia sobre Medellín. En realidad, él me hablaba de Medellín y yo me limitaba a exprimir su relato con preguntas que le resultaban bastante ingenuas, pero que él respondía con paciencia, no sin aprovechar para burlarse de mi acento rolo. Durante más de veinticinco años creí que los rolos no teníamos acento, pero esa es otra discusión.
Mi amigo hizo parte de lo que algunos en Medellín conocen como “los cincuenta locos”. Nada más y nada menos que el mito fundacional del relato oficial sobre la transformación de Medellín. Mi amigo fue uno de los cincuenta. Y dejó de serlo apenas un par de años después de que lograran que Sergio Fajardo llegara a la Alcaldía de Medellín. Siguió siendo loco, a su manera, pero nunca más uno de los cincuenta.
La frustración es un sentimiento profundamente individual. Eso comienza medio a entender uno después de una docena de sesiones de terapia. No es fácil darse cuenta de que la distancia que hay entre las expectativas y la realidad es responsabilidad de uno y no de los demás. Mi amigo dejó de ser de los cincuenta por pura frustración. Medellín se transformó, pero no de la manera que él quería.
En fin, volvamos al asunto de Muñoz Molina. Este amigo me habló de un ensayista, de paso novelista, cuya pluma empujada por sorna estaba dando de qué hablar en la España que intentaba sortear la recesión de 2011. El ensayo en cuestión “Todo lo que era sólido”, publicado en 2013 por Seix Barral, y cuyo título posiblemente está inspirado en el trabajo filosófico de Marshall Berman, es una reflexión bastante rumiada sobre lo efímeros que pueden ser los procesos políticos y sociales y al mismo tiempo una crítica sobre la incapacidad para valorar y cuidar suficientemente los logros que alcanzamos.
Me gustó el estilo de Muñoz Molina y me convertí en un groupie. He leído la mayor parte de su obra literaria, pero debo decir que “Todo lo que era sólido” marcó un antes y un después, especialmente en lo que respecta a la manera en la que leo mi ciudad, que son dos y es una sola.
El loco que ya no es loco, o por lo menos no de la manera que solía serlo, me recomendó ese ensayo justo cuando era yo el que hablaba y él era el que preguntaba: ¿Oíste Miguel, y qué fue lo que le pasó a Bogotá? Ese fue el momento justo en el que algo hizo clic en mi cabeza. Era el año 2014 y Gustavo Petro ya gobernaba desde el balcón. Su gobierno estuvo precedido por el de Samuel Moreno, que estuvo marcado por un ejercicio sistemático de saqueo del erario, conocido como el “carrusel de la contratación”.
Así que por esa época muchos repetíamos, tal vez con otras palabras, la frase de Muñoz Molina: “que lejos se nos queda ya el pasado de hace solo unos años”. La pregunta “¿Oíste Miguel, y qué fue lo que le pasó a Bogotá?” tenía cierto sentido.
En algún momento, por allá en los primeros años de este siglo, algunos políticos, académicos y periodistas consolidaron la narrativa del “milagro bogotano”, para referirse a la transformación que había experimentado la ciudad durante las alcaldías de Mockus I, Peñalosa y Mockus II. Luego siguió Lucho Garzón y lo metieron (lo metimos, me incluyo) en esa narrativa cuando se hizo amigo de Mockus y Peñalosa por razones políticas. El saqueo protagonizado por Samuel Moreno y sus compinches sirvió de contraste para validar la narrativa.
Estoy convencido de que no existen dos lecturas iguales de un mismo libro. Probablemente mi amigo esperaba que yo encontrara en ese libro lo que él encontró, que Bogotá era un sólido que se desvanecía en el aire. Mientras lo leía no podía dejar de preguntarme ¿Qué fue lo que le pasó a Bogotá? y por culpa de la filosofía también terminé preguntándome ¿Y es que a Bogotá le pasó algo? En ese momento llegué a una respuesta un poco confusa: sí y no.
Sí, es un ensayo sobre el pasado, pero también es un llamado a la acción en el presente. Y así fue que lo entendí yo. Probablemente, cuando usted lo lea, lo va a entender de otra manera. Ojalá.
La transformación de Bogotá no se ha detenido. Durante los últimos 30 años el PIB de Bogotá casi se triplicó y creció a un ritmo más acelerado que el resto del país. La pobreza se redujo en más de un 60% y la tasa de homicidios se ha venido reduciendo de una manera sostenida. Ni que decir en educación y otros campos. Ni siquiera los malos alcaldes lograron frenar la transformación de Bogotá. No quiero eximirlos, pero tampoco quiero invisibilizar el esfuerzo de una sociedad por salir adelante.
El punto es que hablar mal de Bogotá se convirtió en un lugar común. Luego de leer a Muñoz Molina entendí que, si las sociedades no valoran lo bueno que tienen, si no valoran sus éxitos, difícilmente los van a saber apreciar y difícilmente los van a cuidar.
Ese puede ser uno de los efectos de la contienda política. La fácil es salir a cuestionar lo que hicieron otros en el pasado e insistir en el relato del fracaso. A eso le apuestan muchos políticos hoy en día. A promover una visión catastrófica de la sociedad para mostrarse como los salvadores. Es un truco viejo y el resultado lo conocemos: la sociedad termina sumida en el pesimismo. No quiero más eso para mi ciudad, que es una, pero son dos.