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Sólo trajimos el tiempo de estar vivos
entre el relámpago y el viento;
el tiempo en que tu cuerpo gira con el mundo,
el hoy, el grito delante del milagro;
la llama que arde con la vela, no la vela,
la nada de donde todo se suspende
–eso es lo nuestro.
Lo Nuestro, Eugenio Montejo.
El viernes 2 de abril de 2021 fue el día 392 desde la llegada del Covid-19 a Colombia. En ese poco más de un año de pandemia, las vidas de todos se habían transformado de forma drástica; el mundo, como lo conocíamos, fue sustituido por uno aséptico, donde imperaba un riguroso régimen de tapabocas y aislamiento. Aquellos días los recuerdo como un domingo eterno, lúgubres y apesadumbrados, con la ansiedad a tope por la incertidumbre del futuro del mundo y de nuestras vidas mismas. De alguna forma, ya había hecho las paces con ese cambio de costumbres y rutina: levantarse, pasar medio día en reuniones o clases frente a una pantalla, tomar media hora el sol y buscar, al final del día, una película o serie para ver. El ciclo se repetía de forma agobiante.
Recuerdo también otro momento del día que esperaba con ansias: el reporte diario de muertos e infectados. Había desarrollado una obsesión, un tanto paranoide, con la cifra que, cada vez más, iba en aumento. Se escuchaban historias de infecciones agravadas, cuadros de desaturación y muerte de personas intubadas en una UCI o esperando un respirador en urgencias, pero aquel escenario apocalíptico, el cual me negué a creer que me tocaría, al fin llegó.
Mi abuela, una mujer de 84 años, llevaba hospitalizada ya 40 días por una patología desconocida que la fue aplacando de a poco. Los turnos para acompañarla los rotábamos entre mi madre, mis primos, mi hermana y yo. Eran jornadas extenuantes, sentados en una silla plástica y sometidos al ritmo frenético de un hospital en esos días. Cada vez que cruzábamos el estricto control de la entrada, asumíamos de forma consciente la ominosa posibilidad de contagio, por la alta exposición que teníamos. El 2 de abril, me levanté temprano para relevar a quien había hecho el turno de la noche; había decidido pasar el día con ella por ser el de su cumpleaños, lo que no sabía entonces es que no volvería esa noche a casa. Al llegar, mi abuela presentaba un cuadro de fiebre y desaturación que de inmediato prendió las alarmas. El protocolo era claro: aislamiento con el acompañante durante el periodo de evolución, fuera cual fuera el desenlace. Asumí el riesgo de quedarme, con lo que implicaba pasar a una unidad Covid sin estar contagiado, porque era eso o que lo hiciera mi madre, quien por edad y comorbilidades corría mayor riesgo.
Cuando se pasa a una unidad de esas, la muerte está rondando en todo momento. El ruido de las camillas, el movimiento afanoso del personal, los pitidos de los monitores, el protocolo de reanimación; todo eso va de a poco haciendo mella en la fortaleza física y mental. Debía soportar todo ello mientras me hacía a la idea de que estaba ahí para acompañar a esa mujer, que amaba con el alma, en las últimas horas de su vida. Al cabo de las primeras 24 horas ya estaba yo destrozado física y anímicamente; para entonces, mi abuela había pasado de la agitación a un sueño profundo y los médicos decidieron sacarme para evitarme el hecho de vivir ese desenlace inevitable. Me resistí a irme, me aterraba la idea de que ella muriera sola y en lo abrumador de ese contexto. No era negociable quedarme; debían retirarme de ahí. Me despedí con la certeza de que esa era la última vez que la vería, que su presencia, que había asumido como permanente, no estaría más al cabo de unas horas. El 4 de abril, al mediodía, mi abuela murió sola en una unidad de cuidados intermedios.
Ella fue tan solo una de las 192 personas que murieron ese domingo; de repente, la cifra que veía todos los días en televisión tenía rostro, el de mi abuela. En Colombia murieron por covid-19 143,200 personas: ¿por qué a mí?, pensé, pero la pregunta era más bien ¿por qué no?; en aquellos años, todos, en alguna medida, perdimos algo o a alguien. Lo acontecido en esas 48 horas, en concreto la aproximación a la muerte, ha dejado sus secuelas, algunas, tal vez, permanentes en mí. Mi historia, la de mi familia, no es excepcional, de hecho, es bastante común, pero no por eso el dolor desaparece o es menor. Son 3 años desde entonces y todavía cuesta asimilar lo que vivimos esos días, personalmente y como humanidad. De aquella vivencia quedó la reflexión sobre lo nuestro, la fragilidad de la vida, del amor profundo que nos habita en cada instante y sobre lo corta y limitada que es nuestra existencia. Celebro su vida y todo lo que ella dejó en mí. La llevo siempre conmigo.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/