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En mi ciudad no comparto mucho con indígenas; cuando los veo, suelen estar en algún semáforo pidiendo dinero, en alguna feria de artesanías locales o, en su defecto, en algún canal institucional o de noticias hablando de sus intereses y cultura.

Algo irónico es que compartiría con una comunidad por primera vez en otro país, específicamente en Guatemala. No podía dejar pasar esta oportunidad que cambió mi forma de ver la cotidianidad, espiritualidad y mis privilegios, así que mi columna es sobre ello. Es sobre cada una de las cosas que evidencié, si es que es posible condensarse en unas cuantas líneas y entregarles esta lista:

  • A diferencia de Colombia, la mayor parte de la población guatemalteca es representada por indígenas, por lo que la línea entre unos y otros no es tan visible. Los indígenas no están alienados en las montañas como estamos acostumbrados a pensar, sino que representan una participación demasiado activa en la comunidad, en la toma de decisiones y en cada uno de los espacios públicos.
  • En la aldea en la que estuve, ubicada en Zacualpa (en un lugar llamado Quiché) lo más común es encontrar a la población hablando una mezcla entre maya y español. Me encontré con una representación que nunca había evidenciado antes, donde las lenguas no son un tesoro perdido, sino parte de la cotidianidad de las personas. Es así como en los establecimientos encontraba casi todo en ambos idiomas: letreros, cartas, afiches, audios y publicidad en español y maya.
  • La estética que sobresalía era la relacionada con la tradición: las tiendas de ropa con atuendos extremadamente coloridos, las mujeres haciendo tortillas de maíz morado y las artesanías alegóricas a sus creencias. No como souvenir para los extranjeros, sino como parte del comercio que demandan los locales.
  • Me encontré con la procesión de los domingos de plaza de mercado, donde indígenas de todas las aldeas cercanas bajan desde la madrugada en caballos o motos para vender sus frutos, pollos, velas y tejidos, y quedarse el resto del día disfrutando del pueblo.
  • Desde la madrugada las vi a ellas en sus tacones y con sus trajes intactos, con el cabello perfectamente peinado y sus bolsos de mimbre colorido, listos para hacer las compras. Vi una actitud de matriarcas, una fuerza que de alguna forma me era ajena. Sin importar su edad, las vi a todas en la calle, dueñas de una sororidad que sí se me hizo familiar y sentí desde lo profundo de mí una gratitud inmensa por ser partícipe de algo tan sagrado. Me sentí parte de aquel lugar por ser mujer, aunque sus problemáticas me siguieran siendo ajenas.
  • El pueblo tiene sanatorios que casi nunca están ocupados, puesto que la mayor parte de la medicina se lleva a cabo en la montaña profunda. Un lugar que, como me explicaron, carece en cierto porcentaje de electricidad y agua cien por ciento potable, mucho menos tiene señal. Hacia adentro hay escuelas donde enseñan maya, también algunas materias básicas; escuelas que cuentan con dos maestros en total para todos los niños que se encuentran de sexto a once.

En este lugar me abrieron los brazos y el corazón, me contaron de algunas de sus miserias, también de sus gozos y alegrías. Escribo hoy sobre Zacualpa porque, aunque esté en Medellín me duele su olvido, sus adultos mayores, mujeres y niños. Porque siento que todos debieran de, con el debido respeto por una cultura tan ajena, interesarse por esas partes recónditas de latinoamérica para que sus tradiciones nunca desaparezcan, sobre todo iniciando desde nuestro propio país.  

Otroa escritos de esta autora:  https://noapto.co/mariana-mora/

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