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“Por favor —por favor— que no sean necesarios otra vez 80 millones de muertos para que volvamos a apetecer un poco de democracia, un poco de libertad civil y un poco de justicia social.” Santiago Alba Rico.
Celebro que cuatro rehenes israelíes hayan recuperado la libertad y estén de nuevo junto a sus familias. No me alcanzo a imaginar el horror de vivir ocho meses a ciegas, esperando lo peor, soñando con el dolor de los seres amados en medio de una incertidumbre atroz. Al mismo tiempo me impresiona que la celebración del rescate borre el costo de la operación: casi 300 palestinos muertos (más de 100 mujeres y niños) y cerca de 700 heridos. Las víctimas justificables. Las vidas que valen más y las que valen menos. Me asombra lo que se destaca porque no solo los poderosos, sino las mayorías, se han acostumbrado a las muertes justificables, horrorosas pero justificables, a que unas vidas —jamás las de sus propios hijos— valgan menos que otras.
Y por eso la guerra —¡siempre!— es un horror. Siempre. No hay nada que deshumanice más. Nada más horroroso y que abra más las puertas a acostumbrarse al horror, a que se vuelva parte del paisaje para que cada vez sea más posible, bajo circunstancias menos graves, justificar muertos, deshacerse de las vidas menos valiosas y que sea comprensible.
Y por eso es ya no solo preocupante, sino tristísimo, que asciendan más y más las ultraderechas —¡impulsadas sobre todo por los jóvenes, el futuro!—, pues son estas las más férreas defensoras de numerosas formas de violencia (contra los inmigrantes, las mujeres, los pobres, las razas y religiones distintas, la naturaleza, los homosexuales, la cultura, en fin, contra la libertad, la diversidad y la belleza) y de la guerra como solución no solo aceptable, sino necesaria. Las ultraderechas fundan buena parte de sus ideas en que unas vidas valen más que otras.
Según el estudio sobre la paz global del Institute for Economics and Peace, el mundo está en el pico más alto de conflictos desde la II Guerra Mundial, con 56 guerras activas y 92 países involucrados. Y según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados, hoy hay un récord de 120 millones de desplazados en el mundo debido a ese aumento de los conflictos. ¿Hacía dónde vamos? ¿Qué nos dice nuestra experiencia como humanidad sobre el éxito, sobre lo humano, sobre el intento del ser más evolucionado, el ser racional, de acercarse a la felicidad? Sinceramente, no creo que nuestra historia entre las más fascinantes formas de vida nos lleve a concluir que unas valgan más que otras y que tengamos derecho —o necesidad— de hacer tanto daño, de ahogarnos en tanta sangre.
Hablaba hace unos días en una entrevista la Nobel de Literatura Annie Ernaux de “…un líder que no ha vivido la guerra. Yo sí la viví. La guerra son las bombas y el hambre. Hasta el final de su vida, mi madre llevó sobres de azúcar en su bolsillo, lo que dice mucho sobre las carencias de esa generación. Soy irreductiblemente pacifista”. Hay en esa idea mucho sobre lo que pensar: hay que pensar en que quien no ha vivido la guerra no puede opinar con ligereza sobre ella ni condenar a otros a sufrirla; hay que pensar en que la guerra son las bombas y el hambre y que eso nunca se debería poder justificar; hay que pensar en la belleza y la herida indecible de una madre con sus bolsillos llenos de sobres de azúcar hasta el final de sus días; y hay que pensar en ser pacifista desde las entrañas para seguirle creyendo a la vida, para seguir teniendo una mínima esperanza en una humanidad capaz de aprender y de reconocer la belleza, de reconocerse en el otro, que carga sus dolores lo mejor que puede.
Porque si no hemos aprendido nada sobre la belleza —y eso implica un profundo aprendizaje sobre la compasión—, no somos dignos de nada. No podremos siquiera acercarnos a la idea de felicidad.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/