“Esta ciudad [Paris] se adueñó de mi corazón desde mi infancia, y con ella me ocurrió lo que con las cosas excelentes: cuantas más ciudades nuevas y hermosas después he visto, más gana la hermosura de aquella mi cariño. La amo por sí misma, y más en su ser natural que recargada de extraña pompa; la amo tiernamente hasta en sus verrugas y en sus manchas. Yo no soy francés sino por esta gran ciudad, grande en diversidad y variedad de gentes; notable por el lugar donde se asienta, pero sobre todo grande e incomparable en variedad y diversidad de comodidades, gloria de Francia y uno de los más nobles ornamentos del mundo. ¡Qué Dios expulse de ella nuestras divisiones!”
Ensayos – Michael Montaigne
Todos amamos una o varias ciudades. Donde vivimos, donde hemos vivido o las que hemos visitado y dejaron una profunda impresión en nosotros. A diferencia de Montaigne, es posible que tengamos una lista de opciones, así puedan ser clasificadas, la mía no es extensísima, aunque incluya varias, pero para el caso de esta columna es irrelevante. La que más amo, en la que pienso cuando veo por ahí la palabra ciudad, es Medellín. Uno suele amar las ciudades con importantes matices, con extensos pies de página aclaratorios. Es amor, pero también otras cosas. Amamos lugares, personas, sensaciones y olores que pueden definirse en momentos y espacios de la ciudad. Pero hay otros que odiamos. Arranquemos con los primeros, por las cosas en las que pienso cuando quiero recordar lo que amo de esta ciudad.
La mezcla de alegría y tristeza de la calle Barbacoa; la tensión constante del parque Bolívar, en el que en cualquier momento puede haber un espontáneo performance o una pelea entre los borrachos que toman sol en sus bancas, o ambas; los altivos edificios de El Poblado, incrustados en bosquecillos de viejos árboles y flanqueados por quebradas. Torres cada día más altas, como quién no quiere la cosa. El aire límpido que golpea la montaña por el barrio Santa Inés de Manrique, justo al ladito de la UVA; las calles empinadas y congestionadas del Popular, testimonio de esperanzas comunitarias y fracasos colectivos; ese tono juguetón, como de voceador de almacén del Centro, que se escucha por casi todas las esquinas; el laberinto bien planeado que es Laureles: calles rectas y planas que aún desconciertan a la mayoría de las gentes de por aquí; las casas enrejadas y de jardines delanteros bien cuidados con macetas colgantes del barrio Castilla; las personas que dan direcciones a los perdidos con excesos de señas y gesticulaciones en el Parque Berrío; el olor a “papa mugre” recién hecha caminando por La Playa; la postal de la cabina del Metrocable ahí suspendida; la convivencia entre actividad frenética y reposo rural por las vías veredales de Santa Elena; la gente que ve películas de acción de los años noventa en los computadores de la Biblioteca EPM de la plaza Cisneros; las calles de recovecos en los alrededores del Centro de Desarrollo Cultural de Moravia; los balcones que roban calle en Aranjuez o en el Doce de Octubre…
En esta relación hay idealización, por supuesto, pero uno puede amar y a la vez reconocer los problemas del objeto de su afecto. La desigualdad profunda que se mira con desdén de ladera a ladera; la violencia que se agazapa, y que con garras bien pegadas a la tierra, ha resistido todos los esfuerzos por desterrarla; la tensión entre renovación y estancamiento. El cielo y las montañas, que definen los días y conversaciones de los que vivimos por estos lados. Todo esto existe al tiempo, en el continuum de lo que amamos y odiamos de esta ciudad.
El amor puede ser muchas cosas, pero en este caso, y por esta ciudad, y, para terminar, puede ser preocupación por el otro e intención de cuidado. Amar como la necesidad de que el otro esté bien o por lo menos, mejor de lo que se encuentra. Amar es cuidar lo que amamos.