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«…nunca había salido de ese territorio al que, de una forma vaga pero que todos comprendemos, llamamos nuestra tierra (…). Más allá comienza lo incierto, el resto de Francia y del mundo, lo que, haciendo un amplio gesto con el brazo para señalar el horizonte, llamamos allá, expresando con ese término la indiferencia y la extrañeza que nos produce la idea de que alguien pueda vivir allí.”
La vergüenza. Annie Ernaux.
“Nada me importa. Solo una lengua que me incluya.”
Belén López Peiró.
Las banderas son pedazos de tela colorida que representan porciones de territorio dibujadas al azar. Son también una de las ideas más poderosas en el imaginario de los seres humanos. Nos hemos creído las banderas, al punto de convertirlas en determinantes de nuestra identidad: “soy colombiana”. ¿Qué significa eso? La bandera señala y rechaza y prohíbe, pero es también la excusa para la ilusión y la celebración. Nos emocionamos viendo las combinaciones de colores del mundo reunidas bajo fuegos artificiales sobre un estadio, como un espejismo de la posibilidad de que en realidad seamos los mismos, así sea por un rato y en territorios que, justamente bajo el poder de ese símbolo, obligan a vivir de cierta forma, a renunciar a cierta humanidad.
Nos entristecemos si el equipo de fútbol nacional no clasifica al mundial: “no estamos”. Porque estar es una forma de verle el lado bueno a lo que somos, a ese nombre que nos tocó en suerte en un azar escalofriante y definitivo. Es la oportunidad escasa de sentir algún orgullo y alguna alegría cuando lo que hay tras esa identidad no representa precisamente eso, cuando la realidad diaria es justo lo contrario. El mundial es una anestesia que alivia dolores nacionales y globales. Quisiéramos gritar para celebrar los triunfos —o llorar las derrotas— de ese nombre que hemos aprendido a querer, en un juego con el que nada tenemos que ver, con jugadores con los que solo compartimos la casualidad del territorio, para cambiar de tema, para sentir que la vida es también ligereza. Y entonces si no están los nuestros buscamos excusas y gritamos por otros.
Dice Manuel Vilas en Los Besos que habrá un momento mágico en el que desaparecerán las naciones y los idiomas y la idea de los pueblos, y finalmente nacerá la humanidad. Es que nos han dividido radicalmente desde el nacimiento, desde antes de que entendiéramos cualquier idea de lo que era la vida, y entonces casi nacemos sin la posibilidad de reconocernos como los mismos para descubrir lo que eso podría significar, la existencia iluminada a partir de ahí. La película Las nadadoras (Netflix) cuenta la historia de Yusra, una adolescente siria que sueña con representar a su país en los Olímpicos, pero tras huir por la guerra su única oportunidad es nadar en el equipo de Refugiados, lo que la entristece, pero después se convierte en su propósito. Ya no es siria, sino simplemente Yusra, la niña que se tiró al mar de noche para quitarle peso al barco de inmigrantes que no sabían nadar y nadó hasta Lesbos.
Conversaba en el podcast Universo No Apto con Santiago Torrado, corresponsal de El País en Colombia, sobre el drama de la inmigración, sobre las familias que conoció en Rumichaca, en la frontera con Ecuador, que llevaban más de 1500 kilómetros recorridos de páramos, montañas y terrenos difíciles, y me recordaba esos versos de la poeta anglo-somalí Warsan Shire que dicen que nadie pone a su hijo en un barco salvo que el agua sea más segura que la tierra. Se preguntaba Santiago qué recuerdos estarán construyendo esos niños que descubren la vida en medio de la huida, escapando de banderas impuestas, intentando que alguna otra los proteja a ver si son dignos de la humanidad.
Dice también Manuel Vilas en Los Besos que “Una maleta es fe en el futuro”. Por eso hay gente que empaca su vida entera y camina descalza sobre el infierno sin saber si al final del camino hay también infierno. Escribió la periodista Estefanía Molina que «Ucrania llegó para sacarnos de la zona de confort donde jamás deben yacer las democracias». Y es que en cualquier momento podríamos ser nosotros los que tuviéramos que empacar para intentar creer en algún futuro. Y entonces no votaríamos por los políticos que consiguen sus tronos demonizando a los inmigrantes y cerrando fronteras, y nos tendría sin cuidado la presencia debilitada de nuestra bandera en un mundial de fútbol.
Es valiosa la propuesta del politólogo Yascha Mounk sobre que “deberíamos aspirar a un ‘patriotismo cultural’, que haga referencia a las ciudades, los paisajes, las vistas, los olores, los rasgos culturales, (…). Una celebración del presente, dinámica, cambiante, y que ya contenga las influencias de inmigrantes y grupos diversos. Un patriotismo cultural diario que nos haga perder los miedos». Qué viabilidad le ven a este mundo si no. Me sumo a la afirmación de Stefan Zweig en cuanto a que me produce mayor satisfacción comprender a los hombres y no condenarlos. Si uno entiende la profundidad del poema de Warsan Shire, no puede sino defender fronteras que reciban con calidez.
El escritor nicaragüense exiliado Sergio Ramírez describió una escena que presenció alguna vez: «El muchacho de Táchira, otro cellista, graduado de una academia en San Cristóbal, que tocaba solo en el pasaje peatonal de la carrera Séptima en Bogotá, y a él sí me acerqué en uno de sus descansos y es que había salido huyendo de Venezuela, sin esperanza de nada, pana, a ver si aquí hace algo por mi vida la vida». El exilio, el desarraigo, el intento desesperado de imaginar otro mundo posible; ahí se concentra la humanidad en medio de lo inhumano, mucho más que en los colores de una bandera, así en un mundial de fútbol soñemos con lo contrario.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/