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Hay cosas que uno cree por la evidencia individual: cuando te obligan a leer te arruinan un libro. Pasó en el colegio. Primero con La metamorfosis de Kafka. Fue terrible: se me hizo largo, desagradable. No entendía nada. Aunque ese lo desarruiné cuatro años después. Lo abrí en una edición vieja que, en mis recuerdos, era amarilla y tenía una cucaracha en un cuadrado blanco en la mitad. De pronto era un escarabajo. Lo leí fascinada. Empecé un idilio con Kafka que se consumó en El proceso, mi favorito de él. 

Concluí que la primera vez que lo leí no estaba preparada, y desde entonces tengo una teoría: los libros se leen en el momento en que uno está listo. O por lo menos algunos. Así que cuando abandono uno, lo retomo después a ver si ya es el tiempo.

El otro arruinado en el colegio fue La vorágine. Hice la tarea de español y lo olvidé para siempre. Siempre significa hasta agosto pasado. No recordaba nada, salvo el nombre del escritor, José Eustasio Rivera, y el aburrimiento.

Ahora, no pienso que sea culpa solo de la obligación (en agosto lo leí para escribir sobre él para un trabajo). El problema en el colegio es si uno se encuentra con el profesor incorrecto, a ese que tampoco le gusta leer y da la clase porque no hay más. También me pasó: a mi profesora le había tocado, y aunque lo intentaba, ese no era su fuerte, su tema, su interés. 

No es que los libros necesiten guías, pero a veces un buen profesor, un amigo, un promotor de lectura es importante. Creo en los promotores de lectura y en el gran trabajo que hacen, sobre todo con los niños y los jóvenes, que es cuando hay que empezar, y en esos profesores que lo enamoran a uno —de los libros o de las ciencias o de las matemáticas—. Un lector también sale del ejemplo: ver a otros leer. Ver a los papás leyendo en el sofá. Ver al profesor en el escritorio con los ojos en ese objeto. Tener libros en casa. En el metro. Tener bibliotecas cerca. Creo, por supuesto, en los amigos. Hay que tener amigos que recomienden libros. 

Así que en agosto abrí La vorágine y la redescubrí. Este año se cumplen cien años de cuando fue publicada, y tiene esa magia inexplicable de los buenos libros: nos habla del presente. Han cambiado muchas cosas, pero han cambiado muy pocas cosas. Por ejemplo, la deforestación, uno de los temas centrales: entre enero y marzo de este año, Colombia habría perdido aproximadamente 109.000 hectáreas de bosque, según cifras de abril del MinAmbiente citadas en un artículo de Mongabay. El país está en la lista de las diez naciones en el mundo con mayor tasa de deforestación.

No voy a decir que la novela se me hizo fácil. Por eso tengo mis dudas sobre si es el libro para el colegio o para leerlo joven sin una guía. Hubo pasajes en los que quise saber más —en mi caso fue el principio— y no quería pararme a hacer otra cosa, y hubo otros en que necesité de paciencia, de luchar contra las ganas de ver el celular —la mitad, la selva, las descripciones largas—. El lenguaje es precioso, poético, a veces lejano, y eso puede hacerla difícil de trasegar. Hasta que uno llega a ese final y queda helado: qué maravilla. Quisiera contárselo a todos para evitar los adjetivos. Para que lo sientan.

Ahora que escribo pienso que tal vez esta es la mejor manera que tengo de decirlo: La vorágine es como la vida. Hay días más difíciles, otros menos, unos más poéticos, más oscuros. Y vale la pena. 

Me alegra haberla desarruinado, e incluso tener más claro por qué es tan fundamental en la literatura colombiana, por qué es considerada la primera novela moderna: el lenguaje, la forma, que nos hable y nos cuestione de temas importantes como colombianos, y como seres humanos. Y es un poema. Tanto que ha inspirado películas, obras de teatro, investigaciones científicas.

Cuando terminé de leer, escribí (más de lo que tenía que escribir). Eso es para mí la mejor metáfora de que me encantó: Hace cien años el poeta Arturo Cova jugó su corazón al azar, y se lo ganó la violencia. Se escapó con Alicia en lo que parecía ser el amor —allí en esos campos soñé quedarme con ella, hasta que un día llorara yo sobre su cadáver o ella sobre el mío—, pero el amor es tantas cosas que no se tocan ni se saben del todo —el cariño es como el viento: sopla pa cualquier lao—: la perdió una noche. Entonces se adentró en la selva para buscarla y en ese camino que es buscar el amor, y más en la selva, se perdió varias veces —y por este proceso –¡oh, selva!– hemos pasado todos los que caemos en tu vorágine—, y mientras tanto narró todo lo que se encontró: la explotación de la naturaleza, de los indígenas, de los trabajadores en esa época de la fiebre del caucho, la crueldad de los hombres, la venganza, el rencor, la codicia, la desolación, las injusticias, la violencia que se va repitiendo y anidando, el olvido del estado de esos lugares que hemos puesto tan lejos, la selva —y que no se nos olvide que es salvaje y agreste y cruel y profunda— y la vida y el amor. En ese cuaderno Arturo escribe como un poeta: las palabras se encuentran con el ritmo, con la forma, con la historia, con el dolor, con el sufrimiento de un hombre que se metió de repente en un remolino impetuoso y que, quién sabe, si habrá de salir. Y aunque al final hay más noticias suyas, de esa mujer y de ese amor, no se puede hacer spoiler de los finales –de un final tan hermoso como el inicio–, salvo que esa novela que escribió José Eustasio hace cien años sobre un poeta que narra su odisea en la selva no le ha pasado el tiempo: tal vez tengamos otras palabras, nombres, personajes, selvas, pero esa vorágine arrasa todavía. Entramos un día y no hemos salido.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/monica-quintero/

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