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“Analiza las políticas migratorias de un país y sabrás el grado de civilización al que han llegado sus ciudadanos. Su compromiso con la humanidad. Sus niveles de empatía.”
Desencajada. Margaryta Yakovenko.
“Cualquier muerte es la muerte. Cualquier niño de veinte años es un niño de veinte años.” Escribir. Marguerite Duras.
“La mayor prueba que puede pasar una persona es la prueba de la compasión.”
Segunda casa. Rachel Cusk.
En la película Delirio (Prime Video) un hombre que trabaja en seguridad en el aeropuerto de Londres está harto del sinsentido de su día a día, de humillar a personas de distintos orígenes que no entienden las revisiones exhaustivas ni las miradas inquisitivas, más penetrantes según el pasaporte. Un día el hombre enloquece y se revela contra todo lo que venía aceptando en silencio: le dice, por ejemplo, a una mujer angustiada que puede pasar sus dos bolsitas plásticas por seguridad, subrayando que eso realmente no importa, como tantas de las reglas que han convertido su vida, y la de millones de seres humanos, en un infierno.
La semana pasada el New York Times publicó imágenes de inmigrantes intentando cruzar el Darién, una pesadilla en la que miles de personas, impulsadas por la adrenalina que produce la vida cuando pende de un hilo, se internan hambrientas en una selva pantanosa bordeando abismos, cargando niños, lejos de lo conocido y persiguiendo un futuro vacío. Como dice la escritora croata Dubravka Ugrešić en El museo de la rendición incondicional, “Es verdad que nosotras teníamos pasaportes, pero no teníamos Destino”. Desafían ese extraño sistema que les ha enseñado a amar a la patria, incluso a morir por ella, así haya patrias erradas y nadie pueda escogerlas.
Hablaban Ricardo Silva Romero y Alejandro Gaviria en su podcast sobre las posibilidades de la llamada paz total en Colombia, describiéndola como una especie de utopía necesaria y resaltando la importancia de insistir en lo obvio. Se preguntaba Ricardo si seguiríamos viendo a la contraparte negociadora como enemiga o como personas que pertenecen al mismo país, esta Colombia diversa, profunda, violenta, pero que intenta calmarse, acercarse un poco a sí misma.
Hablo de temas que parecen sueltos, pero parto del infinito cansancio en una sociedad llena de pequeñas y enormes violencias cotidianas. Dice Enric González que “Las democracias liberales encajan mal con el miedo. Y vivimos en una cultura del miedo”. Hoy abundan las ultraderechas en el mundo, gente que fundamenta sus ideas en el terror y el desprecio al diferente, buscando que se sumen otros para decirles que mientras teman y odien juntos, todo estará bien. “Quien construye su identidad sociopolítica sobre el odio al prójimo necesita encontrar marcas identificatorias, y si no las halla, se las construye en torno a algo tan simple y tan cambiante como una denominación”, escribió Lola Pons Rodríguez en una columna en El País.
He visto gente a mi alrededor achacar todo lo malo que le pasa, pesadillas imaginarias que ni siquiera comprende, a una especie de enemigo todopoderoso que siempre cabe en alguna etiqueta: comunistas, guerrilleros, venezolanos, inmigrantes, homosexuales, ateos, vagos. Decía hace unos días el filósofo y escritor italiano Nuccio Ordine en una entrevista que estaba “muy inquieto con esa idea de familia natural entre la ultraderecha italiana de Meloni, Vox y demás formaciones radicales que impiden hacer comprender al mundo que los hombres tienen derechos”. Han llegado al punto de decir sin sonrojarse que las familias se contagian de situaciones ajenas e inaceptables que las convierten en no-familias. Se les dice ignorantes en la cara y aun así se les pide el voto.
Hemos visto cómo, llenas de valentía, las mujeres iraníes y las afganas han salido a las calles de sus países, dominados por regímenes conservadores, miopes, corruptos y violentos, a exigir sus derechos. Las personas, que —siguiendo el consejo de Ricardo y Alejandro sobre insistir en lo obvio— son tantísimo más importantes que las banderas y las patrias y los colores de piel y las billeteras, siguen jugándose la vida por su derecho a existir y a vivir como les parezca.
Decía también Nuccio Ordine que los radicales tenían una falsa idea de patriotismo y que él hacía tiempo había entendido que no tenemos una patria: “Mi patria es el lugar donde tengo libros, donde puedo pensar y donde puedo hablar con profesores a los que respeto. Mi patria es el lugar donde puedo hacer las cosas que amo.” Así lo siento yo, que desconfío tanto de las banderas y los nacionalismos y de quienes se declaran tan patriotas en relación con aquellos lugares en los que nacieron por azar. Las patrias no son sino un invento más del hombre para repartirse el poder. Que no se nos olvide, ni nos juguemos la vida por ellas. Que sepamos que la única patria verdadera es la que acoge a todos los seres humanos, esa casa verde y generosa que no conoce de títulos en papel.