Una definición clásica de Estado es aquella que lo entiende como una institución que tiene el monopolio de la violencia legítima en un territorio determinado. De acuerdo con esta, lo que distingue al Estado es su poder de matar, sancionar, encarcelar, en el territorio que se encuentra bajo su soberanía. Y sí, esto es lo que ha definido y define todavía en buena medida a los Estados. Pero la cosa es, por suerte, más compleja.
El proceso de construcción de la figura del Estado moderno en Europa –desde donde esta particular institución se exportó al resto de mundo occidental y más allá– es, como explica Charles Tilly, la historia de un proceso progresivo de concentración y monopolización del poder que duró varios siglos, mediante el cual los poderes particularistas de nobles y señores feudales fueron siendo absorbidos e incorporados dentro de una burocracia estatal dedicada a recaudar impuestos para hacer la guerra y a hacer la guerra para aumentar las arcas tributarias.
A pesar de que la historia de la formación de los Estados modernos es sumamente violenta, esta violencia no es su único rasgo. Sí, guerras fratricidas y monarcas con pretensiones absolutistas marcaron este proceso histórico, pero también lo hicieron el republicanismo, el liberalismo y la democracia, que, de maneras distintas pero complementarias, lograron vincular al moderno aparato estatal con nociones como las de libertades, derechos, solidaridad y fraternidad. Así, y jugando con una metáfora que leí en algún texto de Mauricio García y Rodrigo Uprimny, los Estados contemporáneos son “edificios constitucionales” de varios pisos, de los cuales la pacificación absolutista preocupada exclusivamente por el monopolio de la violencia es uno de ellos, muy importante sin duda, pero no el edificio completo.
Es por ello que los discursos políticos que se limitan a ofrecer “la cárcel o la tumba” son tan deplorables. Nadie debería negar que el Estado, en circunstancias excepcionales, debe poder matar y castigar. Pero, y este es el punto central, el Estado no puede limitarse a hacer algo tan simultáneamente simple y cruel. Los Estados contemporáneos son agentes colectivos complejos que nos permiten llegar a consensos parciales sobre problemas comunes respecto de los cuales existen profundos desacuerdos, y actuar frente a ellos para enfrentarlos y solucionarlos, y no simples máquinas de represión y muerte.
Podría objetárseme lo anterior señalando que, si bien es cierto para Estados consolidados, no se sostiene para el caso colombiano, en donde el proceso de construcción estatal se encuentra inacabado y en donde, por tanto, no queda más opción que priorizar la pacificación violenta y aplazar la construcción de los otros “pisos” del “edificio constitucional” para un momento posterior. Este argumento puede sonar atractivo, pero creo que es errado, no solamente porque es moralmente cuestionable, sino debido a que es empíricamente insostenible y políticamente inconveniente.
El Estado colombiano, más que ausente en el territorio, ejerce, como ha demostrado Fernán González, una “presencia diferenciada”: en algunos lugares funciona relativamente bien, en otros tiene serios problemas de eficiencia en la prestación de servicios, y en otros está al servicio de intereses privados que lo ven como botín y como máquina para la captura de rentas. Por ello, el discurso de mano dura que habla de la necesidad de “llevar” el Estado y la autoridad a “los territorios”, mandando a “los bandidos” a “la cárcel o la tumba”, parte de un diagnóstico errado y simplista sobre la relación entre institucionalidad y territorio, que tiene todo el potencial de promover, como nuestra historia lo demuestra con creces, dinámicas de violencia estatal contra una población civil que no tiene mayores razones para confiar en la institucionalidad colombiana.
En un contexto como el nuestro, la ya conocida política de mano dura podría dar algunas ganancias en legitimidad en el corto plazo, pero en el mediano y largo plazo solo llevará a un mayor deterioro de la ya maltrecha legitimidad del Estado colombiano. La misión que tenemos es cimentar simultáneamente los diferentes pisos de nuestro edificio constitucional: la paz a través del Estado solamente es viable si se construye a través de los derechos y la democracia. No es un camino fácil, pero es el único moralmente aceptable y, en el largo plazo, el más estratégico políticamente.