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“Pensar que los deseos de igualdad de los otros te roban algo responde exactamente a la noción de resentimiento, o sea, a la extrema derecha”. Michel Feher.
Hace unos años visité la preciosa y mítica ciudad de Alejandría, en Egipto. Caminando a lo largo de su extraordinario malecón, junto a ese Mediterráneo que allí es azul petróleo profundo y estalla en espuma blanca brillante, contemplé uno de los atardeceres más hermosos e inolvidables de mi vida. Alejandría se tornó naranja, también la espuma del mar, de fondo se oía el llamado a rezar desde los minaretes de mezquitas doradas por el sol, y eso, la caída del sol, le abrió la puerta al espectáculo que se produce en ese momento del día en Ramadán: era verano y durante las muchas horas de luz los musulmanes habían ayunado, trabajado bajo ese sol inclemente sin siquiera beber agua, y ahora salían de sus pequeñas casas o tiendas las personas más humildes con bandejas suculentas de alimentos preparados con esmero para repartir en la calle a otros hambrientos y extenuados, sin esperar nada a cambio. Incluso a nosotros, unos desconocidos que sin duda les resultábamos extraños, nos ofrecieron sus manjares. Por un momento, el mundo pareció distinto.
Hoy también se siente distinto. En palabras de Azahara Palomeque: «Ha cambiado nuestra tolerancia hacia el mal; se ha expandido la impasibilidad que profesamos ante al dolor ajeno; se ha agigantado, también, la permisividad social con la desigualdad (…) va calando, gota a gota, un modo de estar en el mundo cada vez más agresivo y vil, que desdeña la diplomacia y ensalza la fuerza bruta como matriz del sentido”.
No sé, es que no es que algo haya ha sido perfecto alguna vez y, como salen a resaltar tantos cada que alguien expresa su preocupación sobre lo sombrío del panorama, claro que hay un montón de cosas que hoy son mejores que antes, pero me resulta muy difícil no sentir —o ignorar— que el barco se está hundiendo, así yo tenga la fortuna de estar en un punto al que todavía no ha alcanzado el agua. Para una vergonzosa cantidad de gente es muy sencillo no pensar, repetir como loros y defender como hienas las ideas que les confirmen su visión del mundo —ideas que, por otra parte, casi siempre se refieren a las vidas de los demás. Como la tranquilidad que sienten quienes se dicen provida al atacar el derecho al aborto, sin querer enterarse de detalles como el que contó la antropóloga Sarah Blaffer Hrdy sobre cómo, ante la falta de opciones, en Texas están dejando bebés abandonados en contenedores de basura.
Escribió hace unos días Íñigo Domínguez: «Pensarán que exagero, pero recordé las palabras de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, que como saben utilizó para intentar explicar la actitud del criminal nazi Adolf Eichmann. Arendt decía que algunos individuos actúan dentro de las reglas de un sistema sin reflexionar sobre sus actos y, más que la inteligencia, les falta la capacidad de darse cuenta, de imaginar, lo que están haciendo: ‘Eichmann no era estúpido, era simplemente alguien sin ideas’. El peligro es la falta de ideas propias, que aleja de la realidad y de la responsabilidad sobre la realidad».
Cuando uno vive con los ojos abiertos, deslumbrado y cuidadoso ante la belleza y la vulnerabilidad del mundo, es testigo de escenas maravillosas que tantísimos jamás notarán y que sirven de inspiración para pensar. Por ejemplo, hace poco caminaba en el jardín de mi casa y me encontré una babosa que, al sentirme, levantó la cabeza y me miró. Yo no lo podía creer: la babosa me miró. Nos sentimos muy grandes, prioritarios, asumimos que otros más pequeños o distintos no nos ven, no nos sienten, que no se derrumba su mundo ante el peligro que representan nuestro poder y nuestra helada comodidad. Pensé entonces que el propósito mínimo es mirarnos mutuamente, no aplastar al otro nunca. Y recordé aquel atardecer.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/