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Pasé varios días en una casa entre montañas rebosantes de naturaleza tropical. Rápidamente identifiqué un ser afín: mientras yo leía sola frente a los árboles y la espesura, una perra border collie se sentaba en una misma esquina a contemplar el paisaje, en absoluta quietud y silencio, durante horas. Yo interrumpía mi lectura cada tanto para comprobar si seguía ahí, y verla sumida en la belleza de esa manera tan insistente, tan desprendida de otras necesidades, me llenaba de calma y esperanza, y profundizaba mi curiosidad sobre su inteligencia. A veces se acercaba y me lamía la pierna. «La soledad de los animales. A ella aspiro», escribió Hernán Díaz en Fortuna.
Mientras los otros perros deambulaban en busca de juego o comida, y así mismo las demás personas, averiguando actividades disponibles para no aburrirse (!), para sentir que hacían algo, yo me aferraba con las uñas a ese paraíso lento, rogando que el reloj se detuviera, leía con los sentidos y el espíritu exaltados, enardecidos, alucinando con esos sonidos selváticos, con la embestida que se siente cuando se ve y se oye lo esencial, en medio de una naturaleza volcada en un concierto de comunicación entre todo lo invisible para los permanentemente ocupados.
Qué maravilla saber y amar estar sola. Idolatrar el silencio de lo humano para adentrarse en la vida. Saborear el abismo. Qué maravilla que el bosque y el libro sean el oasis, porque quien no ha acariciado ni siente el imán del bosque ni el libro se topa con el techo, golpea la mesa insistentemente en busca de una tranquilidad que no encuentra nunca. Quien no se enciende con la belleza natural no lo hará con nada.
Por las mañanas el despertador eran los grillos y los pájaros celebrando la luz a un volumen y en unos tonos que hacían de levantarse una urgencia. Salía para encontrarme las montañas y unos árboles majestuosos con ramas como universos, sumergidos en una bruma selvática adictiva para la mirada. Empezaban las dinámicas del día, las hormigas recorriendo los troncos de las palmeras, los pájaros inspeccionando los frutos en su centro para pasar a cantar posados sobre las hojas, las guacamayas atravesando el cielo con esos gritos que pueden ser uno de los sonidos que más aman mis oídos. Y la perra y yo absortas, juntas pero solas, viviendo.
Después, al caer la tarde, otra vez los pájaros y los insectos embriagados en su canto ante las nubes rojas y las montañas doradas. Y con la oscuridad el coro de los sapos y el sonido de sus cuerpos al caer al agua. El cielo de una negrura imposible, plagado de estrellas, todo de una belleza casi dolorosa, capaz de relativizar lo demás. “El cielo nocturno: la mejor droga que hubo antes de que la gente se uniera en busca de algo más potente”, escribió Richard Powers en El clamor de los bosques. Y al entrar a la habitación —¿para qué entrar a la habitación? ¿cómo desprenderse de todo eso?— de nuevo el libro, las ideas capaces de atravesar la distancia hasta esas estrellas.
Qué incapacidad de soledad, silencio y quietud la que domina a esta sociedad (¡y cómo la magnifican las redes sociales!). El hilo conductor de ese guion tenebroso que equipara la ocupación y la productividad a lo positivo en una vida. Si supieran cómo se siente el llamado de la selva. Esas ganas de no abandonar nunca el concierto entre la bruma y de leer el universo hasta la ceguera. Hablaba Fernando Aramburu en su columna sobre los escritores y los perros, sobre cómo muchos los preferían antes que a las personas, y decía que imaginaba “los ojos del perro teñidos de lástima, diciendo: ¿Por qué te castigas, pobre humano? Con lo bien que estarías ahora corriendo por los montes”.
Brillaba Venus solitario en ese cielo que apenas se teñía de noche. Y yo buscaba con la mirada a la otra Venus, que así se llamaba también la perra que contemplaba el paisaje y me lamía la pierna, como si el firmamento hubiera venido a abrazar a la montaña.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/