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De niño nunca me gustó El Poblado. Solo fui un par de veces a citas médicas con mi mamá, pero siempre me pareció algo lejano e inalcanzable; tal vez haya sido esa sensación de no merecimiento con la que a veces se crece en medio de la carencia, pero también es que no conocía a nadie de allí, mis círculos en mis barrios y mi colegio eran otros. Hasta 2006, nunca tuve la oportunidad de toparme con los “ricos” o “los que tienen mucha plata” en ningún espacio de mi vida.
En ese año había quedado como semifinalista de las Olimpiadas del Conocimiento, había sido uno de los 125 estudiantes con mejor desempeño de la ciudad y para seguir en la siguiente ronda debía hacer un curso de competencias en lecto-escritura y razonamiento lógico-matemático en una prestigiosa universidad privada. Aunque no lo crean, no soy tan bueno relacionándome a la primera en grupos de personas, pero en esa ocasión lo que sentí fue una profunda exclusión económica e intelectual.
De mi grupo de 20 semifinalistas, solo 3 éramos de colegios públicos, el resto eran estudiantes brillantes de los mejores colegios privados de la ciudad. A mí eso nunca me importó, la plata o la carencia nunca han sido para mí un criterio de humanidad, pero lo que realmente me dolió fue sentirme tan atrás. Cuando los profesores comenzaron el curso, noté con mucha tristeza que, si bien en mi colegio era el primero en casi todo, en este lugar no solo era el último, sino el que no entendía nada.
El nivel de los estudiantes de los colegios privados era impresionante. Los temas que manejaban, el dominio sobre fórmulas, análisis y casos era asombroso. Yo solo me dediqué a hacerme en la parte de atrás del salón, a intentar anotar las pocas cosas que podía y luego llegaba a mi casa a procurar comprenderlo por mi cuenta, porque ni mis profes eran capaces con tal información. Yo mismo me excluí de ellos, salía solo a los descansos, no interactuaba con ninguno y con eso la desconexión con su mundo y mi mundo se hizo mayor.
Nunca más volví a verlos, ni en la universidad, ni en mi barrio, ni en el espacio público, en ningún lugar. Yo no tenía que ir al Poblado a nada, y ellos no tenían que venir a mis lugares. Solo de vez en cuando me topaba con algunos de ellos en espacios de trabajo social y comunitario, o en temas relacionados con lo público. De resto, nuestras vidas en esta pequeña villa estaban destinadas a mantenerse separadas, no había posibilidad de comprender nuestros mundos.
En años recientes, y gracias a muchos poderosos tejedores (Catalina Cock, Aldo Cívico, Pablo Montoya, Laura Villa, Daniel Yepes, entre otros) he podido conocer mucho de este mundo de “los ricos de Medellín”. Me he encontrado con gente maravillosa, admirable, humana, poderosa, que está dispuesta a convertir su tiempo de vida en causas por esta ciudad, pero debo reconocer que a pesar de todos los esfuerzos que se han dado, la desconexión que El Poblado tiene con el resto de la Medellín real, la del norte, la del centro, la de la ladera y la del borde del río, sigue siendo vergonzosa.
La desconexión es educativa. Ricos y pobres se ven separados en su campo social desde niños, iniciando allí la carrera por la inequidad. Esto se evidencia en los últimos resultados de pruebas Saber 11 en Medellín, donde los colegios privados, después de la pandemia, triplicaron en aprendizaje a los colegios públicos de la ciudad.
La desconexión es económica. Que no solo se evidencia en los indicadores de pobreza o de calidad de vida, sino en la integración económica de todos los lados de la ciudad. ¿Cuántos directivos de empresas privadas son egresados de colegios públicos? ¿Cuántos proveedores de esas empresas son pequeñas y medianas empresas de los barrios más periféricos de la ciudad?
Ante este último punto, algunos me hablarán del mérito como si fuera un Dios, pero les garantizo que en un proceso de selección siempre tendrá ventaja alguien del sur a alguien del norte o el centro de la ciudad. No podemos hablar de mérito, si la carrera la inician unos en 30 y otros en -20.
La desconexión es política. Porque es claro que en función de nuestras necesidades vitales priorizamos unas visiones políticas sobre otras. Para unos será más importante la seguridad y la competitividad, para otros lo es el hambre y la salud. Por eso ambos lados de la ciudad vienen votando muy diferente desde hace muchos años.
Y, sobre todo, la desconexión es social. No existen espacios de socialización conjunta entre los diferentes lados de la ciudad, no hay forma de que nos encontremos a lo largo de nuestra vida. Los círculos de amigos son los mismos, hasta las parejas y los trabajos se comparten y por eso, cuando piensan en listados de invitados para eventos o proyectos, prefieren acudir al confort de las personas que ya conocen desde el colegio.
El Poblado es una pequeña república desconectada del resto de la ciudad por un muro en San Diego y en el Centro Automotriz. Es la pequeña ciudad compacta ideal que el POT está intentando construir desde 1998, a la que se puede llegar en 30 minutos a todos lados, mientras el resto de la ciudad carece de servicios de calidad, vías y necesita desplazarse casi completita hacia el sur para poder trabajar.
No se equivoquen con lo duras que puedan ser mis sentencias, no pretendo generar culpas de esta desconexión. Lo que sí quiero es hacer un llamado a la responsabilidad que tenemos para acabarla. No vamos a resolverlo solo con recorridos y callejeadas de un día; está muy bien hacer lecturas conjuntas de nuestro territorio, pero lo que necesitamos es construir espacios cotidianos que nos conecten, que tengamos más personas puente, tejedores, instituciones que se atrevan a romper las fronteras y a través de aprender juntos, del parche, la fiesta, la acción colectiva y la conversación, puedan unir la ciudad.
Y para que esto se dé, hay que salir del confort que ofrecen la 10, Las Palmas, Milla de Oro, el Country Club y el aire acondicionado de nuestras oficinas. Que, genuinamente, y sin esperar un proyecto o una invitación, decidamos entender esta ciudad desde la punta de todas nuestras montañas hasta el río. Solo así podremos construir juntos las soluciones que necesitamos para hacer de Medellín la ciudad que nos genera orgullo y felicidad.
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