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“Y si uno no llora por eso una sola vez en su vida no llora por nada. Y no llorar nunca es no vivir.»
Escribir. Marguerite Duras.
No olvidaré mi visita de hace unas semanas a mi abuela porque me mostró el poder de una voz que llevamos dentro, más allá de lo que creemos saber. Mi abuela tiene días mejores, más lúcidos, y otros en los que su mirada se confunde. En los primeros me llama Catica y le brillan los ojos. En los otros me pregunta cómo es que me llamo y cuando pronuncio Catica me responde con una sonrisa tímida y la vista nublada. Esta visita fue del segundo tipo. Entré a su habitación y me recibió la extrañeza, una distancia fría que entibié con mi cuerpo en su cama, nuestros dedos entrelazados, mis besos cubriendo sus mejillas, venciendo mi propio terror. Lentamente fue abriéndome espacio, aunque sin convencerme de la claridad que yo necesitaba con respecto a ese ‘Catica’ de toda una vida. La sorpresa llegó a través de esa voz que no sé muy bien en qué profundidad de su ser surgió y que, tras despedirnos, cuando yo estaba ya en la puerta, me dijo con fuerza: “¡Vuelve!”. Así que mis visitas, esas de la Catica borrosa, sí se agarran de su corazón. Sí hay algo que las ansía y las reclama. Unos ojos que me miran poderosamente desde dentro, así los de afuera se pierdan.
Me pasa que, a veces, cuando mi esposo sale por la mañana y yo me quedo a trabajar desde casa, lo abrazo fuerte y siento un vacío, como intuyendo esa pavorosa posibilidad de la que hablaban Ricardo Silva y Alejandro Gaviria, de que cualquier día cambie ese núcleo esencial al que nos hemos aferrado en la vida, aquello sin lo que la existencia se nos dibujaría imposible. Así que, en esas ocasiones, mientras lo aprieto contra mi cuerpo y le digo que se cuide y le recuerdo que lo espero, pienso si habré enloquecido en un día cualquiera en el que no ha pasado nada. Solo el amor. Solo la necesidad urgente de creer en la promesa de volver. Porque, como decía José Moisés Martín Carretero refiriéndose al cambio climático, pero en realidad a todo en la vida, “La imprecisión es efectivamente un reflejo de la incertidumbre, pero precisamente la incertidumbre debería servir para extremar la cautela.” Sucede entonces algo bonito que me recuerda que la locura y el amor nos unen: el día que fui yo la que salió en la mañana lo sentí aferrarse igual de fuerte, sin ganas de soltar, haciendo una recomendación tras otra y recordándome que me esperaba.
Porque eso que no ha pasado y que solo imaginamos mueve poderosamente nuestros días, más inclusive que las débiles certezas. Como decía Juan José Millás en su columna sobre los monstruos bajo la cama: «Ten en cuenta que las cosas que no existen, paradójicamente, existen y son las que mayores desarreglos nos provocan. Dios, sin necesidad de existir, ha producido, y produce aún, más muertes que las sequías prolongadas.»
Pienso también en el vacío que siento al final de un viaje, cuando me despido de algún lugar al que no sé si voy a regresar. Hay en ese momento una nostalgia única, nostalgia de ese instante en presente por la conciencia de su belleza y de la improbabilidad de su repetición. Y por la intensidad con la que nos susurra que va pasando la vida, que cada vez más todo es recuerdo. Dice Antonio Muñoz Molina en Volver a dónde que “La vejez es una retirada lenta; un irse distraídamente de lugares a los que no se va a volver”. Es que caminamos permanentemente sobre un hilo, haciendo equilibrio entre alegrías y pesares efímeros, aferrados a esa cuerda cuyo principio ni fin alcanzamos a ver. Entonces intentamos animar los pasos para olvidar el miedo a lo invisible, hacer cosas bonitas que podamos recordar, porque lo que nos salva, lo que nos mantiene vivos, es la promesa de volver.