Las mujeres estamos acostumbradas a que nos pregunten si queremos tener hijos. Desde niñas nos alientan a pensar en una cifra: uno, dos, la parejita. La pregunta parece venir acompañada de un reloj de arena que no se puede girar y la frecuencia con la que se formula es inversamente proporcional a la cantidad de arena que falta por caer.
Después de hacer públicos algunos de mis pensamientos acerca de la maternidad tuve varias conversaciones que me llevaron, invariablemente, a responder la pregunta: ¿quieres tener hijos? Me gusta que me pregunten, porque en el esfuerzo que hago para responder encuentro la oportunidad de elaborar mis posturas frente a la libertad, la generosidad, la individualidad y el amor. ¿Es la libertad la eliminación absoluta de las restricciones físicas o emocionales para llevar a cabo mi voluntad, cualquiera que esta sea? ¿Es posible conciliar la responsabilidad con la libertad? ¿La generosidad siempre exige renuncias? ¿Qué entrego cuando le doy mi tiempo y mi atención a alguien? ¿Es posible cultivar otras facetas de mi individualidad y dedicarme a una crianza consciente y presente? ¿Puede el amor protegernos de la hostilidad de un mundo que parece estar empeñado en destruirlo todo?
La pregunta se escapa rápidamente de mi esfera privada y se fragmenta en miles de dudas acerca de la forma en que vivimos. La pregunta por la maternidad no es una pregunta personal, es, siempre, una cuestión política. Sí, sí quiero tener hijos y no solo eso: sigo cuentas de Instagram de metodología Montessori, de BLW, me gusta leer artículos de psicología evolutiva y de la educación por septenios de Rudolf Steiner. Por supuesto, tengo nombres pensados y una selección de libros que me gustaría leerles, algún día, a mis hijos. Pero al lado de esa bolsa de deseos hay otra cargada de hechos: vivo en una ciudad profundamente desigual, con déficit de espacio público, segregada, sin un sistema de cuidado público, insegura y contaminada. En un país que privilegia la extracción sobre la conservación, en el que la reconciliación parece imposible y la educación pública no es una prioridad. En una sociedad patriarcal que ha depositado convencional y convenientemente las responsabilidades del cuidado en las mujeres y en la que la crianza cobra una factura más alta a las madres que a los padres.
Mi deseo de tener hijos no es un deseo incondicional, es uno que se pregunta por el contexto en el que va a resolverse. En Colombia para tener un parto respetado hay que pagar medicina prepagada o profesionales particulares, para acceder a un sistema de cuidado preescolar y poder conciliar, hay que recurrir al mercado, o a las mujeres de la familia. Solo un ejemplo: Buen Comienzo, el programa que parecía prometer un sistema de cuidado público en Medellín, agoniza por cuenta de la corrupción, e incluso antes de la debacle, su alcance era bastante limitado. La educación pública básica y media no cuenta con la financiación suficiente para garantizar procesos de aprendizaje que promuevan la curiosidad y el pensamiento crítico. Los parques infantiles públicos son escasos y no son lugares que fomenten el encuentro y conversación. Hay algunas luces, claro, los colegios de Comfama, donde muchas madres y padres jóvenes están matriculando a sus hijos e hijas parecen mostrar que no todo está perdido. Pero, a pesar de que existan algunas alternativas, me duele constatar que los cambios sociales y políticos necesarios para vivir una maternidad como me la sueño están lejos de ocurrir y que a mi ciclo menstrual lo tienen sin cuidado los tiempos de las políticas públicas.