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La paz sea conmigo

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Ningún ciudadano colombiano con más de un dedo de frente se opone, por lo menos de dientes para afuera, al anhelo de paz, en su concepción general. Es un clamor nacional, decimos, empezando por los políticos y presidentes. En lo que difieren o diferimos unos de otros es en cómo hacerla o con quién hacerla o no. Hay consenso en el fin, pero marcadas diferencias en los medios o formas de lograrlo.

Álvaro Uribe estaba convencido de que era posible la pacificación, aun si incluye masacres con criterio social, como él mismo lo publicó en un trino el 7 de abril de 2019: “Si la autoridad, serena, firme y con criterio social implica una masacre es porque del otro lado hay violencia y terror más que protesta”. Santos, más preocupado por firmar acuerdos que por garantizar las condiciones para cumplirlos, creía posible hacer la paz sin cambiar las “causas objetivas” del conflicto. Y Petro, con su talante magnánimo y delirios de gloria, pretende vendernos una “paz total” en la que ni él mismo cree, porque no debe desconocer lo ingenuo que resulta tal empresa y menos como la propone. Ah, me faltó el paréntesis de Duque, dejémoslo así, para no tener que regresar hasta Pastrana y de ahí en más (o en menos). Suficiente ilustración con estos tres.   

Estoy seguro de que tanto Uribe, como Santos, Petro y millones de ciudadanos más saben que la desigualdad económica y las injusticias sociales son las principales “causas objetivas” del conflicto. Al tiempo, estoy convencido de que ninguno de esos tres entiende las causas subjetivas, tanto o más importantes que las primeras, y sin las cuales es imposible comprender esta guerra intestina y sin tregua que desangra y desgarra a Colombia. No han entendido ni ellos ni la mayoría de los colombianos que nuestra sociedad es demasiado excluyente, y no únicamente desde lo económico y material, sino también, y más grave aún, desde lo simbólico y social.

Además de promover estilos de vida profundamente excluyentes, no respetamos y ni siquiera toleramos al que, política o ideológicamente, piensa diferente a nosotros. Esto es lo mínimo que se requiere para hablar de derechos, como nos lo recordaba Estanislao Zuelta: “El verdadero derecho es a ser diferente, cuando uno no tiene más derecho que ser igual, eso todavía no es un derecho”. La dignidad no es suficiente para sentirnos sujetos, necesitamos ser reconocidos en nuestra singularidad, como seres únicos e irrepetibles. Es el móvil más fuerte de los seres humanos.

Pero no podremos ejercer el derecho a ser diferentes si continuamos empeñados en aniquilar, satanizar, estigmatizar o ignorar al que piensa diferente a nosotros. O, cuando por conveniencia o miedo no es posible hacerlo, le cooptamos su yo, diluyendo su subjetividad en la sociedad: expulsando lo distinto o uniformándolo como lo plantea Han.

Tan sencillo como esto: lance en un grupo de amigos, tertulia o grupo de WhatsApp, empezando por el de la familia, la siguiente frase “es tan respetable ser de derecha como de izquierda” o cámbiele la sintaxis y dígala al revés: “es tan respetable ser de izquierda como de derecha”. Le garantizo que en cualquier caso pierde amigos, confianza, credibilidad, oportunidades de negocios, contratos, empleos y otras cosas más, al tiempo que empieza a coleccionar detractores y hasta enemigos. Termina siendo un peligro para unos y un aliado para otros. La intolerancia es más evidente si pasa a esta pregunta: ¿qué significa ser de izquierda o ser de derecha? Difícilmente encontrará una respuesta argumentada, cuando no es que reina el silencio. Sin entender ni lo uno ni lo otro, te linchan socialmente. ¡Qué tal que entendieran!

Nos quejamos de la polarización, pero vivimos polarizando. Desacreditamos las propuestas de paz de cada gobernante –como lo hago yo en esta columna– mientras vivimos casando batallas por cualquier diferencia ideológica. Aludimos a la paz, para eludir nuestras guerras. Ah, perdón, nosotros somos gente de paz y de bien, que somos más; los que hacen la guerra son los otros, unos pocos: las manzanas podridas.

El discurso de la guerra entusiasma, en buena parte, porque le atribuimos el “progreso” tecnológico y material de la humanidad. El de la paz aburre por ingenuo y tedioso. No entendemos que la guerra es también un negocio, de ahí que se le invierta más, pero a la vez es una fiesta, en la que la sangre se confunde con el vino. Bien lo decía el mismo Estanislao: “Solo un pueblo escéptico frente a la fiesta de la guerra y maduro para el conflicto, merece la paz”; porque, “no se trata de tener más o menos conflictos, sino de tener mejores conflictos”.

Entonces empecemos por ahí y sigamos la línea de Zuleta: respetemos, de facto, el derecho a ser y pensar diferente, porque si de verdad estamos de acuerdo con el fin (una sociedad más pacífica), no nos matemos, ni física ni simbólicamente, por los medios.

Aun si se molesta, escandaliza o me macartiza porque yo vivo convencido de que, política e ideológicamente, es tan respetable ser de derecha que de izquierda, seguiré respetándolo igual. Si la paz se hace es con los adversarios, que la paz sea conmigo.

Otros artículos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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