La oportunidad perdida

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La pluralidad de ideas y la alternancia del poder político, mediante esquemas de gobierno-oposición, son síntomas de una democracia saludable. No es desconocido para nadie que la nuestra, la colombiana, la que se precia de ser «la más sólida» de América Latina, durante años, a pesar de no haber sufrido dictaduras como las que azotaron al Cono Sur del continente, atravesó una serie de confrontaciones internas que excluyeron del ejercicio político libre a muchos sectores de la nación. El ejemplo más claro de ello fue la persecución y exterminio que sufrió la izquierda democrática a manos de grupos paramilitares en connivencia con algunos funcionarios e instituciones del Estado.

Así, la militancia de izquierda no solo era relegada a un renglón marginal de la política nacional, sino que sus representantes vivían casi de forma clandestina, escabulléndose de las balas que los diezmaban constantemente. Además, cargaban, por asociación en la opinión pública, con el enorme rechazo hacia las guerrillas terroristas como las FARC y el ELN, que, con el Plan Colombia, se convirtieron en el enemigo número uno de la nación. En ese contexto violento, excluyente y estigmatizante, se desarrolló la militancia política de izquierda en Colombia, y parecía poco probable que lograran conquistar espacios de poder mayores a alcaldías, gobernaciones o algunos escaños en el poder legislativo. Los intentos de Lucho Garzón, Carlos Gaviria Díaz y el mismo Gustavo Petro (2010 y 2018) por alcanzar la presidencia nunca fructificaron en una época de hegemonía de la «Seguridad Democrática» y la lucha contra el terrorismo.

Con el proceso de paz con las FARC y el desgaste de la clase política tradicional, cuyas políticas resultaban insuficientes para responder a las demandas de la sociedad colombiana, el país comenzó a transitar una senda de mayor apertura hacia la posibilidad de gobiernos alternativos. La izquierda, concentrada durante varios años en torno a la figura de Gustavo Petro, logró capitalizar exitosamente la indignación colectiva, lo que les permitió triunfar en las urnas con un proyecto político progresista.

Sin embargo, desglosando más a fondo esa victoria y los años de gobierno que le han seguido, se observa que no fue un cambio repentino ni absoluto. Ante el inevitable colapso de los esquemas tradicionales y la búsqueda mayoritaria de una renovación, políticos como Armando Benedetti, Roy Barreras, Juan Fernando Cristo, Alfonso Prada, Juan fernado Velazco y Mauricio Lizcano junto con estructuras tradicionales en disputa con el gobierno de turno, se unieron a quien lideraba el cambio, Gustavo Petro. Esta alianza permitió la victoria y la conformación de un primer gabinete de «unidad nacional». No obstante, ese intento pronto naufragó debido a la falta de estrategia, gerencia y la obcecación ideológica del presidente.

Quienes han estado en el seno del gobierno y han salido bruscamente en alguno de los muchos remezones provocados por constantes escándalos —ya característicos del presidente y su círculo de allegados— relatan el desorden, la ausencia de un propósito superior, la improvisación permanente y la incapacidad para conformar equipos técnicos con objetivos claros. Ese caos administrativo ha dejado como saldo, entre otros problemas: el colapso del sistema de salud, el auge de actores armados en las periferias del país (impulsado por el boom de la coca y la minería ilegal), el escándalo de corrupción en la UNGRD y muchas otras situaciones que figuran en el memorial de agravios del país.

Lo que la nación presenció en vivo el pasado martes fue la prueba irrefutable del abandono de cualquier forma viable de gobernabilidad. El «gobierno del cambio» nunca logró consolidarse y terminó sumido en el caos antes de lo previsto. No hay un plan de gobierno, no hay dirección; en adelante, es previsible que la gestión de la jefatura de Estado continúe por la senda de la desconexión, la victimización y el conflicto. Las lágrimas de frustración de la ministra Muhammad son reveladoras: el camino fue largo, arduo y marcado por sangre. Ahora, Gustavo Petro, preso de su ego, sus resentimientos y su torpeza, ha dilapidado la oportunidad histórica de la izquierda para demostrar que podía liderar un gobierno distinto en Colombia. Con ello, ha condenado a su espectro ideológico a una prolongada ausencia del poder ejecutivo, que podría extenderse durante los próximos —quizás muchos— años. La excesiva personalización del proyecto impide a la izquierda construir un liderazgo viable más allá de Petro, consolidando la desconfianza de amplios sectores del país hacia un gobierno progresista.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/

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