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Compuse mi primera canción cuando tenía 10 años. La escribí en inglés porque Taylor Swift escribe las suyas así. Y con cuatro acordes, sol mayor, mi menor, do mayor y la mayor, toqué las cuerdas de mi guitarra para que pudiera acompañar la letra que ya había escrito, y la melodía que había guardado en mi memoria después de que me la inventé en la buseta. Hoy, si me preguntan, la canción se me olvidó. Está escrita con lápiz en alguna libreta mía de aquella época, una de las que le sobraban a mi mamá y que ella me regalaba. Estoy segura de que no la he botado, por ahí sigue en algún rincón de mi escritorio en Medellín. De lo que si me acuerdo es de que la canción se llamaba “Home”, hogar.
Yo quería ser cantante. Ni siquiera me acuerdo cuándo empecé a cantar, pero mis papás me dicen que la profesora de música de la guardería le dijo a mi mamá que me debía meter a clases porque tenía muy buen tono, o algo así. Entonces, durante 16 años de mi vida estudié música. Pre-lectura musical, lectura musical, y escogí la guitarra como mi instrumento, porque claro, también lo había hecho Taylor Swift. Estudié también el piano, técnica vocal y ensamble.
Paré de escribir canciones cuando cumplí quince, pero durante esos cinco años hice muchas canciones, muchísimas, encerrada en mi cuarto. Las grababa y las escuchaba en la buseta yendo al colegio, y se las mostraba con emoción a Connie, mi primera profesora de guitarra, mi gran maestra de vida, la persona que le dio voz a las puntas de mis dedos.
La música siempre ha estado ahí, latente. Todavía canto en la ducha, alrededor de una fogata si hay una guitarra o un ukelele, o en el carro; por eso me gusta tanto estar sola en el carro. Aunque sé que los de afuera me pueden escuchar porque las latas del escarabajo que tengo no atrapan las vibraciones de mi voz, pondré el pie en el acelerador pronto y tal vez no me volverán a ver. Sé que me escucharán un segundo y ya, y realmente le he cogido pavor a que la gente me escuche cantar. Las veces que me paré en un escenario ahora parecen tan lejanas, y el canto es algo tan, pero tan mío, que no me gusta compartirlo con cualquiera. Entonces, en el carro canto durísimo, hasta donde llegan mis pulmones. Pero solo en el carro.
En diciembre, estuve acompañando a mi hermano en su tratamiento. Vi a muchos niños, unos con pelo, otros sin pelo, y conocí a muchas enfermeras, hombres y mujeres que trabajan para el hospital que tanto le está ayudando a mi familia. Tuvimos suerte porque una de las personas más cercanas al caso de mi hermano es colombiana, y sé que siempre la tendré en mi corazón. Su compasión, paciencia, amabilidad, amor, y sabor a casa me hicieron sentirme realmente feliz y confiada en que todo estará bien. No había sentido eso en mucho tiempo.
El primer día que lo acompañé, justo cuando puse el primer pie en el suelo, escuché música. Cuando seguí el sonido, me encontré con un hombre cantando villancicos en inglés. Al ver su apariencia, nunca hubiera adivinado que ese hombre cantaba así, con bajos tan bajos, con tanta alma, tanta dedicación. Había alguien acompañándolo con una guitarra, y él mismo, a veces, tocaba el violín que sostenía en una mano.
Y aunque sé que mi trabajo aquí es escribir, contarles cómo se sintió, no puedo explicar bien la transformación del espacio en ese momento. Había muchas personas a su alrededor, grabándolo con celulares o simplemente mirándolo, todos y cada uno de ellos con una sonrisa en su cara. En ese instante las paredes blancas, sinceramente, se sintieron muy lejanas. Sentí tanta vida, tanta emoción, que no pude contener las lágrimas.
En ese momento, la baldosa del suelo ya no era solo blanca, sino que empecé a ver las pecas grises que tenía. Vi los cuadros en las paredes, todos con diferentes patrones mesoamericanos, y por un instante vi que cuando las personas se cruzaban con la escena, paraban lo que fuera que estuvieran haciendo. Buscando sus llaves, hablando por celular, chateando, empujando a alguien en una silla de ruedas. Todo paraba, y su mente se iba a otro lugar, a las dimensiones del sonido, a la melodía que escuchaban.
Justo ahí entendí por qué siempre me había gustado tanto la música. En ella había encontrado un refugio vital, un espacio sagrado, un cordón umbilical a mi esencia. Entendí que la música es salvavidas porque, literalmente, salva muchísimas vidas.
Durante mi tiempo allí vi cómo muchas personas, que mi mamá describió como voluntarios, llegaban a las salas de espera del hospital acompañados por sus instrumentos, a darnos un regalo a quienes estábamos a su proximidad. Y luego de tocar dos o tres canciones se paraban y se dirigían a otra sala de espera, a otro rincón del hospital donde le podían dar el regalo a más personas.
Eran canciones conocidas, canciones que muchos hubiéramos podido cantar si nos hubiera tocado. Yellow de Coldplay, Can’t Help Falling in Love de Elvis. Canciones que con audífonos tienen alma, pero en vivo tienen vida. Los niños miraban, los adultos grababan, los ancianos cerraban los ojos, y todos aplaudíamos al final; desconocidos… ¿en el mismo lugar por infortunio, o buena suerte?
No sé si volveré a la música, si volveré a componer canciones, o si volveré a cantar en escenarios. Pero este diciembre confirmé lo que realmente siempre supe: la música me acompaña, nos acompaña, siempre. Ella lo es todo cuando lo necesita ser. Claro, nosotros le ponemos significado propio a las canciones; aquellas que nos recuerdan a momentos amargos, aquellas que nos recuerdan a quienes ya no están, o a momentos que pasaron y que quisiéramos que fueran presente. Pero ella siempre está salvando vidas. Rescatándonos de nuestro propio ahogamiento, devolviéndonos la respiración.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/