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Uno de mis amigos en China es un muchacho inglés unos cinco años menor que yo quien recientemente emigró para ser profesor de prescolar acá. Entre las razones que tuvo para venir, destaca como una de las principales, el hecho de que en su país hay tanta migración que su pueblo natal, una pequeña comunidad a una hora de Londres, es hoy mayoritariamente habitado por indios.
Antes de las elecciones en Estados Unidos vi en redes sociales fragmentos de una conversación entre un hombre blanco, probablemente mayor de 50 años y un joven negro que aparentaba ser de mi generación. El joven le preguntó por qué defendía a Trump si probablemente su familia en algún punto habían sido inmigrantes buscando un futuro allí. El hombre mayor dio una respuesta que resonó mucho en mi mente. Básicamente decía que el cambio étnico de la nación -que es innegable pero no mayoritario todavía-, escondía detrás una amenaza: que su cultura, su forma de ver el mundo y hacer las cosas, fuera cada vez menos mayoritaria hasta el punto de sofocarse y morir. Entonces, decía, era natural votar por Trump si prometía la conservación de la cultura del hombre blanco americano.
El argumento me convenció, al menos en el sentido de que es apenas natural que los seres humanos no queramos que nuestra cultura muera, sea la que sea. Pensé en mi amigo inglés también y en el hecho de que si bien tiene una visión fatalista y algo racista de la migración, tiene razón en estar descontento con el cambio que ha vivido su ciudad. Hoy en Londres más indios son propietarios que ingleses.
Para las sociedades ricas este es un problema latente: la lenta evaporación de su forma de vida para hacer espacio a otras. Quizá sea un problema para Latinoamérica, Asia o África cuando los actuales paraísos dejen de serlo. Ya hay evidencias de esto, si bien pequeñas, en ciudades como Medellín donde el atractivo turístico jala tanto que poco a poco derrama problemas para los locales.
Este dilema no es nuevo para la humanidad. No me cabe duda por ejemplo de que hace poco más de cien años los nativos americanos se sintieron igual que el gringo blanco moderno; también se sintieron así los indígenas de las sociedades precolombinas cuando los colonizadores empezaron a hacerse a sangre y fuego su espacio.
Tengo certeza de esto como tengo certeza de que no todo tiempo pasado fue mejor. La muerte de la cultura es a la vez el nacimiento de otra. ¿Hasta qué punto podemos decir cuál es mejor? Quizá podamos salvar las mejores cosas de cada una para dar paso a pintorescos frankensteins culturales, o quizá nos dirijamos más bien a una estandarización por lo bajo.
Llevo varias semanas pensando en esto. Me decidí a escribirlo por algo que he visto aquí y sobre lo que hablé con una amiga compartiendo un almuerzo. Ella se siente orgullosa de hablar Hokkien, un dialecto de la región donde vivimos. Me contaba además que para ella y muchos locales, es importante conservar la lengua porque así protegen su cultura. Y yo creo que esto es bueno, pero entonces, ¿debería creer también que es bueno conservar la cultura del hombre blanco anglosajón? Disfruto rumiar sobre estas cuestiones porque no encuentro una respuesta definitiva.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-estrada/