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Pablo Múnera

¿La marcha por la paz en Colmbia?

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Preámbulo. Este texto lo escribí en 2008 por solicitud de una prestigiosa empresa antioqueña para su periódico de amplio tiraje, pero entonces fue censurado y terminó compartido solo con un grupo cerrado de amigos. Ahora, a raíz del primer informe de la Comisión de la Verdad, considero oportuno publicarlo en este medio. 

Tengo una sumadora peculiar para los asesinatos en Colombia. Ingreso X guerrilleros + Y paramilitares + C miembros de la fuerza pública + D narcotraficantes + E otros civiles, y el resultado, Z (millares al año), siempre me aparece en colombianos, en seres humanos.  

Pongo letras en vez de cifras –disponibles por diversas fuentes y con distintos resultados, porque para manipular buen artificio es la estadística– debido a mi ideal de humanista, al que le duele cualquier muerte, especialmente cuando es violenta y sin justificación. Entiendo que haya unas (pocas) inevitables, sin justificar las que eufemísticamente denominan como “daños colaterales”.

Entiendo por humanista a quien le importa la dignidad de todos y cada uno de los seres humanos, sin diferenciaciones de estrato, raza, sexo, edad, por más que se identifique con los intereses de los más débiles, pero respetando algunas ventajas legítimas que puedan tener los privilegiados. Eso sí, sin creer que los seres humanos somos el centro del universo y mucho menos que tenemos una dignidad superior a otras especies y organismos (tema para otra columna).

Se matan entre sí paras, guerrilleros, narcos, civiles, y hasta miembros de las fuerzas armadas, en todas las combinaciones posibles. Y nosotros, los ciudadanos de a pie nos alegramos y nos entristecemos, según nuestra ideología expresa o tácita, consciente o inconsciente, autónoma o influenciada por agentes ideologizadores, como los medios de comunicación, por más frívolos que parezcan. Poco indagamos en las causas y consecuencias, a menos que la muerte violenta haya entrado por la ventana de nuestros afectos.

Sí, estratificamos a los asesinados, todos colombianos, todos humanos, que aún inertes les negamos la dignidad conferida por una igualdad ontológica, que la misma ley les prometía en vida.

No nos preguntamos si ese ser humano, colombiano y asesinado, aunque haya actuado al margen de la ley, lo hizo por la fuerza de la intimidación o de las circunstancias. Un caso ilustrativo de lo que quiero expresar, sucedió con la masacre de Bojayá, Chocó, en mayo de 2002, que tuvo como epicentro una iglesia y dejó 118 muertos. En ese momento el país se indignó con las FARC por las masacres, y los simpatizantes de este grupo de “bárbaros” salieron en su defensa, pero cuando Freddy Rendón, alias “El Alemán”, confesó que él y sus hombres del Bloque Élmer Cárdenas eran corresponsables de dicha masacre, y que la vio con binoculares desde una avioneta que le prestó Mancuso (Revista Semana, 31 de mayo de 2008), los odios, simpatías y censuras cambiaron, aunque ya ese fatal episodio había sido minimizado por nuestra inigualable función de olvido, y porque en Colombia las masacres ameritan movilizaciones según no solo de quién sean, sino también de quién las haga.


El caso de los mal llamados “falsos positivos” ha ilustrado aún más esta tragedia. No sabíamos -e increíblemente aún no sabemos- si entristecernos o alegrarnos hasta no saber, cual película de vaqueros, a qué bando pertenecían, y si era el de nuestras simpatías u odios. E igual ha pasado con otros millares de asesinados por grupos al margen de la ley –algunas veces en contubernio con el Estado– que siguen en fosas comunes sin coordenadas confesadas por sus verdugos. El crimen es doble: muertos y secuestrados.

No soy ingenuo frente a la condición humana y a la inhumanidad que cohabita, sin excepción, en todo ser humano, porque somos los únicos seres que refinamos y disfrutamos nuestra crueldad, y luego la justificamos y la ideologizamos. Tampoco soy cándido frente a la “fiesta de la guerra” y a las muertes que esta inexorablemente genera. No aspiro al paraíso terrenal, pero hasta la guerra debe tener algún sentido, para tener apuestas de muerte, porque quien no las tiene, tampoco tiene de vida. Pero, ustedes, amigos lectores, ¿le encuentran sentido a esta guerra intestina entre colombianos? ¿No será hora de buscarlo, de ir a su fondo?

Creo entender el germen del problema, pero no veo indicios de soluciones estructurales efectivas. Me siento impotente frente a esta cruel realidad, y debo confesar que no pocas veces quisiera huir, pero mientras los muertos estén en cautiverio, no podemos salir de este cementerio, como canta Serrat en Pueblo blanco.

Mientras tanto, me surge como desahogo una propuesta trillada: ¿qué tal hacer la marcha por la paz en Colombia?No una marcha, sino la marcha, porque es por todos los colombianos asesinados, sin distinción alguna. Yo, que no he asistido a ninguna por parcializadas, sería el primero en esta. ¿Me acompañaría usted?

Tranquilo, no se despierte, ni se pare ni se inquiete, que no es una invitación, ni tampoco una exhortación, es solo una provocación, no a pensar, sino a sentir… compasión.

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