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Este es uno de esos temas de los que poco se habla. Se da por sentado, pero poco se discute, aunque es un asunto que aparece con mucha frecuencia en el ejercicio de la política. Como se trata de una actividad basada fundamentalmente en la cooperación, la política puede ser un plato que tiene múltiples recetas en las que la lealtad aparece como un ingrediente común.
Llevo varias semanas, tal vez meses, reflexionando sobre el uso de la lealtad en política. La inquietud me surgió luego de enterarme de varios casos de personas, con orígenes e historias de vida muy distintas, embebidas en una gran frustración debido a que, a su juicio, otras personas con quienes han sido leales, no lo han sido con ellas. Las he visto desperdiciar su talento consumidas por el rencor e incluso por la sed de venganza. Esperaban de los otros más de lo que recibieron. Hablo de personas con varios años, no pocos, de política encima.
No creo que sea posible separar la razón de las emociones. Biológicamente ambas suceden en el mismo lugar: el cerebro. Lo que sí podemos y deberíamos hacer, quienes participamos en política, es asumir con responsabilidad la gestión de nuestras emociones. Entonces, no se trata de no sentirlas o evitarlas, sino de identificarlas, entenderlas y elaborarlas. ¿Para qué? Para que la política sirva y para que no se vuelva contra las personas.
Pensando en esto también he reflexionado sobre la posibilidad de separar lo político de lo personal. Para personas como yo, que vivimos la política a diario, pareciera imposible: la política es un asunto personal. Sin embargo, convertir las diferencias personales en diferencias políticas hace que la política pierda potencia. Es lamentable encontrarse con casos incluso en los que las diferencias personales se superponen a las afinidades políticas.
La lealtad puede ubicarse en ese campo de lo que asumimos como personal. Se asume como un marco de referencia para definir nuestras propias actuaciones encaminándolas a apoyar a una persona o a un grupo. Así, la lealtad en política se convierte en una vía expedita para la generación de confianza y, por esta vía, facilitar la cooperación.
La lealtad supone un esfuerzo consciente sin el cual nuestros intereses y actuaciones serían priorizados de otra manera. Ser leales implica en muchos casos hacer renuncias a pretensiones personales. Cuando actuamos con lealtad, incluimos entre las prioridades de nuestras decisiones la relación establecida con otras personas.
Como elemento de referencia para la toma de decisiones, la lealtad puede ser mal entendida e incluso mal empleada. Los regímenes totalitarios se construyeron sobre la base de militantes que confundieron la lealtad con una obediencia ciega. Entender la lealtad en democracia implica reconocer que hace parte del fuero interno del individuo, por lo que también implica una responsabilidad: la de realizar un examen crítico permanente a ese apoyo que entregamos a otros. Así, en democracia, nuestra lealtad puede revisarse si esta implica un conflicto con nuestras creencias más profundas e irrenunciables.
Y también existe una forma, tal vez la más común, de entender mal la lealtad: cuando se confunde con una transacción ¿somos leales sólo si recibimos algo a cambio? ¿nos mantenemos leales solo si se nos retribuye según nuestras expectativas? Este es un camino pernicioso, que conduce inexorablemente a una profunda frustración.
Cuando se es leal de esta manera, es decir, cuando se cree genuinamente ser leal sin serlo, se cae en el error de fabricar expectativas alrededor de la retribución, sin tener al otro en cuenta, depositando una serie obligaciones en la otra persona, incluso sin que lo sepa.
En política, un campo en el que abunda la ambición y que, por lo mismo, dicho sea de paso, funcionaría mucho mejor si nuestros líderes y quienes participamos acudiéramos responsablemente a terapia, lamentablemente esa idea de la lealtad como transacción es moneda corriente.
He visto a varias personas, en política, dar rienda suelta a su ambición tras la fachada de la lealtad, para exigirle a otras que hagan lo que tengan que hacer para saciar su insondable apetito. Eso no es lealtad, sino chantaje. En algún momento de sus vidas aprendieron, de manera equivocada, que la lealtad no era una virtud sino un método para hacer exigibles algunos privilegios.
Me gusta pensar en la lealtad como virtud y no como chantaje. Una manera de actuar por convicción y no por conveniencia. Como un camino de un solo sentido. Soy leal y no exijo nada a cambio.