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Llevamos años divididos en dos. Fragmentados y atrincherados en esquinas opuestas, peleando por cuál es mejor, cuál peor, de qué manera las formas afectan o impactan lo que somos. Parecemos dos niños, mostrando cada uno el juguete más grande y novedoso. Siempre lo he dicho, sin temor ni arrepentimiento: estuve durante muchos años en una. En la esquina de los “buenos”, la que yo creía correcta, la ideal, la de la mano dura. Consecuencia de eso, de hablar libremente, me he encontrado en múltiples ocasiones con la confrontación propia y de otros: ¿Y entonces tú eres uribista o antiuribista? Por poner un ejemplo. Y titubeo antes de responder, porque a mí también me cuesta entenderme, saber en qué orilla quiero estar.
Entonces leo y escribo, pienso, voy adentro, donde mi esencia —casi siempre— es la que responde. No quiero hacer parte de ningún bando, ni elegir una sola bandera, no quiero encasillarme en ideologías políticas. No obstante, cualquier elección por poco radical que sea, termina siendo una postura, una participación en algo, aunque sea minoría, una renuncia a otra forma de vida. Y me da temor de mí misma, de cuánto he cambiado, me preocupa saberme incoherente, reconocer que se derrumban las que consideraba certezas; pero no importa, no soy un monumento antiguo al que se le deba rendir homenaje ni mantener erigido durante siglos. Soy un ser humano que piensa, cambia, se contradice. Impredecible, como me han dicho algunos.
Me gusta la política, pero más allá de que me guste, hago parte de ella. Soy ciudadana colombiana en ejercicio, vivo en una sociedad y me acojo a sus leyes, cumplo con mis deberes y reclamo mis derechos. Las vías por las que manejo mi carro o camino fueron una decisión política, al igual que el espacio que habito donde alguien pidió un permiso para construir un edificio al que llamo hogar. Tengo un número de identificación que está en sistemas para ver mis antecedentes judiciales, porto un pasaporte que me identifica ante el mundo como miembro de un país, en fin, no estoy aislada de ella. Nadie lo está.
Me encuentro, entonces, en el centro. En este momento me siento más cómoda ahí. El desdibujado, casi invisible para esta lógica de realidades enfrentadas a la que nos acostumbramos sin el menor cuestionamiento. Aunque para muchos lectores el tema ya es evidente, aclaro que estoy hablando de la izquierda y la derecha, de elegir entre Gustavo Petro o Federico Gutiérrez, de los señalamientos entre los buenos versus los malos, de si alguien es facho o izquierdoso, del ruido absurdo que genera el “o estás conmigo o en contra”. Y que, para mí, no se trata únicamente de dos posturas en combate, pues en el concepto metafísico de infinito todas las afirmaciones son válidas, negar alguna es afirmarla de manera absoluta o, como dice mi papá: los extremos siempre se tocan.
No me interesa cambiar el voto de nadie, ni disertar sobre la hoja de vida de cada candidato a la presidencia con sus logros, desaciertos y cuestionamientos más oscuros, pues para eso está Internet. Me interesa pensar que hay vida más allá de los extremos, mirar hacia un lado menos escabroso, movilizarme sin miedo, votar con la convicción de los ideales —imperfectos como todos los asuntos humanos— que me representan, aunque quien los infunda puede que no sea la persona de mis afectos. “Subir el nivel del debate” —como me dijo alguna vez un gran amigo con quien no hablo hace muchos años— y comprender los motivos por los que seguimos enfrascados en lo mismo. Quiero tomar decisiones sin odio, sin rabia, sin miedo (como ya lo mencioné), intentar visibilizar, aunque sea como prender una vela en un desierto esperando que ilumine la vasta arena, el centro.
Ese lugar que hoy veo más esperanzador, no con la creencia ingenua de que todo va a funcionar a la perfección y vamos a convertirnos en un paraíso, sino con la ilusión de que existe un punto medio donde los contrincantes de las dos esquinas podemos encontrarnos sin señalarnos desaforadamente, sin el daño que generan las etiquetas —que la mayoría de las veces son injustas y a todos nos quedan grandes—, en el que es posible construir teniendo en cuenta las realidades más profundas del país, en donde ser tibio pueda no ser tan emocionante o deslumbrante, pero sí absolutamente seguro. Esa seguridad de la que todos alardean, pero que es insostenible y por ende utópica, a la que el centro, aun con su carácter invisible, puede aspirar a hacer tangible y duradera.