Escribió Leila Guerriero sobre Vargas Llosa, a raíz de su muerte: “Y nos enseñó la impopularidad. Nunca hizo concesión en las cosas que consideraba importantes. Y eso entraña una actitud muy arriesgada: es como decir ‘No me importa quedarme solo’”. A veces vuelvo y me pregunto en voz alta por qué los demás piden un pitillo, por qué no les importa Gaza, por qué son capaces de tirar plástico a la basura orgánica, por qué dejan comida en el plato (incluso carne, sin ver al animal muerto, a la Amazonia arrasada), por qué aplastan un insecto, por qué hablan de política con la ligereza de quien no logra visualizar a una persona con su vida entera en una bolsa, por qué le responden despóticamente al mesero, por qué permiten que les cambien toallas y sábanas diariamente en un hotel, por qué no dan las gracias cada vez. Me lo pregunto, rodeada de otros, y suena como un campanazo en un desierto, como el chirrido del aparato en la dentistería, que le duele y le encalambra el cerebro solo al que está tendido en la silla. No hacer concesiones en las cosas importantes —no hacerse el ciego por comodidad— es sin duda un paso decidido hacia la soledad, pero también una fidelidad sagrada a lo que representa para uno la bondad. Me quedo, me quedaré sola tantísimas veces.
Extiendo a otros ámbitos esta idea resumida por Antonio Muñoz Molina, pues considero que el cuidado de la naturaleza y de todas las formas de vida es esencial dentro de lo humano: “Para Simone Weil, los derechos humanos se quedan en pura abstracción si no van acompañados de lo que ella llama los deberes hacia los seres humanos, que se cifran en el respeto, la ayuda solidaria y la compasión, en el reconocimiento de la plena humanidad de los otros. Son deberes hacia todos, que nos implican a todos”. Es muy fácil reconocer de palabra lo que está bien. Pero no significa nada si lo que hacemos no es al menos un intento de practicarlo. No tiene sentido admirar un mar cristalino y las tortugas desovando si las acciones del día están destinadas a destruirlas.
Lo más mediocre de una vida radica en mirar para otro lado ante las consecuencias de lo que hacemos, incluso de lo más pequeño. Hace poco hubo jornada de fumigación en donde vivo. Es un momento terrible, una invasión de veneno, una masacre de un montón de vidas que amo, así que permito que fumiguen lo mínimo y controlo cada rincón para evitar al máximo atentar contra la belleza. Dicen ellos que no son sustancias tóxicas, pero uno inmediatamente siente la nube de muerte. Días después, fui identificando rastros de lo que permití, empecé a encontrar cucarrones en los rieles de las vidrieras, muriendo despacio, y partes de mí se fueron desgarrando con ellos. Lo que hacemos tiene consecuencias y solo mirarlas de frente es vivir de verdad. Solo así se aprende para tomar decisiones distintas, se cambia para intentar afrontar consecuencias más dignas.
“Quiero decirte que la impotencia es una coartada. Al igual que la desesperanza. Quiero preguntarte: ¿qué piensas hacer, concretamente? ¿Mañana y pasado mañana? ¿Cuál será tu gesto para proteger a los más vulnerables, a los señalados, a los invisibles, a los siguientes de la lista? Lo que quiero decir es que ha llegado tu turno. Ayuda. Te lo rogamos ahora que podemos”, escribió el autor iraní-estadounidense Kaveh Akbar en una columna bellísima y desesperada ante la situación en Estados Unidos de la que reproduciré más fragmentos próximamente.
La impotencia es una coartada. No nos quedemos quietos. No nos hagamos los ciegos ante las heridas a lo esencial. Abracemos la impopularidad que impulsa el valor. Sepamos quedarnos solos cuando es necesario. Vivamos para ser mejores.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/