La herida que es Colombia

La herida que es Colombia

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“Todos tenemos claro que escribir nos salva. O, al menos, todos aquellos que nos vemos forzados a juntar palabras para poder aguantar el miedo de las noches y la vacuidad de las mañanas.”

El peligro de estar cuerda. Rosa Montero.

“Necesito que te des cuenta de que esta mierda también te está matando a ti, aunque lo haga de un modo más lento”.

Poeta Fred Moten.

Tengo que escribir sobre la película Los reyes del mundo, de la directora colombiana Laura Mora, quien tuvo toda la razón cuando dijo hace poco que muchos colombianos dejamos a veces de ver el cine local porque no queremos mirarnos al espejo, nos rehusamos a ver lo que somos y estamos hartos —y aterrorizados— de comprobar la profundidad de la herida de este país.

Yo confieso que la vi porque se ganó la Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián y entonces oí una entrevista a Laura Mora y sentí la urgencia de acercarme. Es un relato con actores naturales en el que cinco adolescentes sin familia y sin casa y sin comida viajan por las carreteras de Antioquia para intentar reclamar una tierrita que le dejó la abuela desplazada por la violencia a uno de ellos, esa tierrita que es lo único que anhelan para tener un lugar donde vivir en paz. En un momento, en medio del viaje, los niños se paran al borde de la carretera a mirar unas montañas que parecen infinitas, tierra preciosa y vacía, donde unas cuantas vacas pastan tranquilas, y uno de ellos les dice a los demás: esas vacas viven mejor que nosotros. Y otro le responde que esa es la vida que les tocó.

No son reflexiones que deba hacer ningún ser humano. Y esta columna tampoco pretende analizar la película, sino elogiar desde el dolor la capacidad de su directora de acercarnos a lo que somos a través de su mirada, esa potencia que nos deja mudos y rotos. Porque, como dijo el pintor francés Georges Braque, “el arte es una herida hecha luz”. 

En El peligro de estar cuerda Rosa Montero habla de los estudios que han afirmado cómo “la tensión social de ser emigrante en un nuevo país es uno de los factores fundamentales para padecer esquizofrenia”. El ambiente del errante que busca un lugar seguro se presta para enloquecerlo. Y yo pienso en estos chicos, reyes de un mundo inconcebible, que viven de alguna manera en universos paralelos creados por la droga que consumen para calmar estómagos y corazones permanentemente vacíos. Cómo enfrentar la vida cuando está en contra desde que uno nació.

Pero hay más cosas terribles por mencionar sobre lo que somos. Quise recomendarle esta película a alguien muy importante para mí, no solo por ser buen cine, sino porque sentí que sería una forma de que entendiera mejor, a través del arte, lo que me duele, la razón por la que mi mirada de la vida es tan distinta. Pero su reacción se desarrolló anticipadamente en mi cabeza: me lo imaginé diciéndoles hijueputas a los niños cuando los viera quebrar las luces de la vía pública, me pareció oír sus expresiones de fastidio cuando usaran drogas y hablaran como hablan, y entonces presentí que un muro demasiado grande impediría su empatía y que también crecería el abismo entre nosotros dos. Así que me abstuve de compartirle ese vínculo ardiente, intocable, de lo que somos.

Yo también hice fuerza viendo quebrar las luces —y con la droga y la rudeza del vocabulario—, pero precisamente por conectarlo de forma desgarradora con sus razones. Mi corazón ve primero a los niños desamparados por una vida que no hace sino ahogarlos, elijo ver a los invisibles y saber que lo demás son consecuencias humanas. Porque, como dice Olga Merino en Cinco inviernos, “Cuando el mundo se viene abajo, no se puede escribir en bastidor y a punto de cruz, sino desde la furia y la mala leche”, y en palabras de Guadalupe Nettel en El cuerpo en que nací, “sus malos modos y su facilidad para iniciar los pleitos ya no eran para mí sino la expresión de su enorme vulnerabilidad.”

No sé cómo parar de pensar en Los reyes del mundo, en su invisibilidad, en sus miradas duras e inocentes siempre al límite de las fuerzas y la desesperanza, en la calle como campo de guerra cuando esa misma calle es la vida, en la escena en la que cada uno baila despacio abrazado a una prostituta envejecida en un bar de mala muerte de la carretera, y todos lloran en silencio. No sé cómo parar de pensar en lo que hemos permitido, en que somos todo eso, en los tres tiros que se pierden en la profunda herida que es Colombia. Es la mierda que nos está matando a todos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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