Mi papá prestó servicio militar cuando se graduó del colegio. En ese momento, a sus 17 años, le reemplazaron su cabello dorado hasta el pecho por una cabeza pelada. “Cabeza de huevo,” me dicen mis abuelos de su apariencia en aquel entonces. También le reemplazaron su bate de béisbol, su deporte más amado, por una pistola. Crecí escuchando historias de su tiempo en el ejército en los años noventa, y me reía con la manera tan particular que él tiene de contar sus vivencias. También escuché cómo a uno de sus jefes le dispararon por accidente y murió, cómo otros de sus compañeros lograron evadir prestar servicio por diferentes excusas, y escuché cómo a mi papá le tocó abandonar su deporte mientras pasaba ese año en el servicio del Ejército de Colombia. 

Él nunca se ha quejado y solo habla de las enseñanzas que le dejó esta época de su vida. Aún así, mis abuelos y mi mamá me han contado cómo mi papá, de un metro ochenta y cinco centímetros de altura y deportista de alto rendimiento de la Selección Colombia de béisbol, salió del ejército pesando escasos setenta kilos. 

Yo quería ser como mi papá en todos los sentidos, entonces cuando tenía siete años dije que quería prestar servicio militar como él. Además, me cuestionaba por qué mi mamá no tenía esas mismas historias por contar. Yo también quería demostrar que una mujer era tan capaz como un hombre de defender a su país.

En una anécdota sin relación a la historia de mi papá, estábamos en décimo cuando un compañero, con el que había estudiado toda mi vida, hizo una lista de las personas que mataría si fuera a hacer un tiroteo escolar. De primera en la lista estaba la profesora de sociales, y de tercera estaba yo. En once, un año antes de graduarnos, cada vez que me paraba a presentar un proyecto en una clase que teníamos juntos me gritaba “Devuélvase para la cocina,” “Hágame un sánduche,” o bostezaba fuerteme para que yo me diera cuenta de que mis intervenciones lo aburrían. Luego, en el último año del colegio, subió un video a su Instagram en el cual le estaba disparando a una bandera LGBTQ+ en un campo de tiro en Florida. 

Desde que son bebés a los hombres se les viste con sudaderas que tienen estampados de diferentes tipos de tanques o con disfraces de Halloween de “soldados.” De niños juegan con pistolas que disparan balas de espuma, espadas de plástico o tal vez hasta les regalen una navaja de bolsillo. Ellos llevan todo esto al colegio- lo digo porque lo viví- y le muestran a sus amigos buscando exclamaciones de aprobación. Cuando crecen sus padres les regalan en Navidad videojuegos en los que se pasan horas disparándole a otros avatares. Si tienen suerte, luego los llevan a campos de tiro. Mi compañero fue uno de los afortunados. Allí les pueden disparar a diferentes objetivos, algunos en forma de círculos entre círculos. Otros objetivos tienen forma de cuerpos humanos, y dispararles al lugar en el que estaría ubicado el corazón, o en la cabeza, sería lo ideal. La guerra se convierte en un juego, y la violencia en algo del día a día. 

He visto también cómo a los hombres se les empuja a ser los salvadores de sus comunidades. En las guerras, por ejemplo, tienen prioridad las mujeres y los niños, y son los hombres quienes son víctimas de reclutamiento forzado y servicio militar obligatorio. En Ucrania, por ejemplo, aquellos entre 18 y 60 años deben permanecer en territorio nacional, sirviendo a su nación frente a la invasión rusa. La masculinidad también es presentada en directa oposición a la feminidad, y por esto es que mi compañero se sentía tan amenazado por mi posición tan clara frente al feminismo; él todavía no ha entendido que el feminismo es por y para todes. Es también importante recalcar que las mujeres también somos víctimas de la guerra. Los patrones machistas de una sociedad se replican en situaciones de conflicto, y por ende el abuso sexual, la exclusión de aulas de clase, el desplazamiento forzado de mujeres entre otros, son fenómenos patriarcales. 

En un mundo que predica que está trabajando en la igualdad de género, estamos viendo cómo en el fenómeno más recurrente de la historia humana, el conflicto, seguimos replicando discursos tan sexistas y divergentes que nos siguen separando en dos grupos claros. Las mujeres y los hombres terminamos viviendo la guerra de maneras completamente diferentes, pero rara vez se habla de las implicaciones que esto tiene para ellos. No, no es cierto que los hombres sean por naturaleza más violentos o “aptos” para la guerra. Nadie es apto para la guerra. No voy a citar los artículos que lo comprueban, son muchos. Pero si voy a explicar que esta relación entre la testosterona y la violencia es una construcción social. Los hombres son víctimas de una cara del patriarcado de la que rara vez se habla. Querido lector, si usted alguna vez ha sentido que le debe algún favor a su nación que ponga en riesgo su integridad, que debe cargar un fusil en nombre de la patria, o que debe derramar sangre en honor a su bandera, déjeme decirle que usted, cómo yo, es víctima del patriarcado. Y sí, es cierto que el feminismo no quiere que las mujeres prestemos servicio militar obligatorio, cómo muchos han resaltado con memes en redes sociales. El feminismo no quiere que nadie preste servicio militar obligatorio. El feminismo reconoce la masculinidad de la guerra y el daño inmenso que esto nos hace. Y yo aquí explico que lo único femenino de la guerra es el pronombre que la acompaña.

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