El dinero es una gran innovación humana. Agiliza el intercambio, pues es superior al trueque, y se constituye en un elemento esencial de los mercados, pues la complejidad y la especialización de nuestras economías no serían posibles sin él.
El dinero tiene diferentes formas. Existe la moneda mercancía, queriendo decir que el dinero mismo tiene algún valor de uso (como el oro, la plata, o la sal), a diferencia del dinero fiduciario: el papel moneda no tiene valor más allá de poder ser intercambiado por cosas.
Es normal oír hablar de cómo “el dinero no tiene ningún valor” porque “no está respaldado en oro”, pero esto es irrelevante. Lo importante es recibir cosas por el papel moneda: arrendamiento, comida, luz, agua, internet. Cuando la gente deja de recibir cierta divisa como medio de pago, no es porque no esté respaldada en oro (a nadie de nosotros le han dado oro por dinero en un banco central, ni lo hemos requerido). La gente deja de transar con una moneda cuando por ella no recibe bienes.
Luego está la inflación. Es conocido desde hace siglos que hay una relación entre los precios de los bienes y la cantidad de moneda circulando. Si hay más moneda, pero la misma cantidad de cosas (léase, la misma cantidad de riqueza), los precios tienden a subir. De ahí se deriva una regla esencial de la buena gestión del dinero: aumentar la moneda en la misma proporción que aumentan los bienes (en lenguaje de economista, la tasa a la que crece la cantidad de bienes es el crecimiento económico).
Aquí aparece un incentivo perverso para el Estado, o para quién sea que tenga la facultad de emitir moneda. Si la persona que gobierna puede adquirir bienes con los papeles que misma emite, es una tentación enorme financiar el gasto con esta expansión monetaria. Si la cantidad de dinero creada es muy superior al crecimiento económico, puede crear aumentos en los precios. Y si es exagerada, el gobierno termina confiscando la producción a fuerza de imprimir, y el dinero ya no es bien recibido por las personas, que, voilá, no obtienen bienes por él.
Por eso los países decentes han hecho de la emisión monetaria una actividad independiente del poder. De la misma forma en que un gobierno no debe tener poder sobre legisladores o jueces, tampoco debe tenerlo sobre el banco central, por los incentivos perversos que esto conlleva.
Entonces… ¿el peso colombiano es una moneda bien gerenciada?
La respuesta es un rotundo sí. Y si traemos a colación el comportamiento del precio del dólar, la respuesta no va a cambiar.
Las depreciaciones que suele sufrir el peso colombiano se explican ante por el mediocre desempeño de las exportaciones del país. Los pocos dólares que generamos son insuficientes frente a las cosas que compramos del exterior.
¿Entonces, por qué los bienes denominados en pesos también sufren alzas de precios?
Por muchas razones: porque tienen insumos importados, porque la economía del país es vulnerable a choques como el fenómeno del niño (que encarece la energía), o porque carece de grandes redes ferroviarias (más eficientes que los camiones para desplazar carga). Esto no es causado porque el ejecutivo adquiera bienes a gran escala financiado con emisión monetaria.
Lo importante es que el Banco de la República no puede hacer que haya más cosas simplemente manipulando la cantidad de dinero que hay en la economía. Pero la gente sigue recibiendo pesos colombianos por los que reciben cosas. Incluso, la gente en Colombia ahorra en pesos colombianos (realidad constatada en el aumento constante que tienen los fondos administrados por el sector financiero).
El peso colombiano seguirá siendo débil, pero no por culpa del banco central. La gran debilidad del peso colombiano es la dificultad material e institucional de Colombia para producir bienes y servicios… y si me preguntan a mi, volvemos al tema de la política industrial.