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“Los seres humanos se acostumbran a todo, incluso a la proximidad y a la certeza de la extinción”.
Velibor Colic.
Irira Kalinina tenía 32 años y estaba embarazada cuando tropas rusas bombardearon la ciudad ucraniana de Mariupol el 9 de marzo del 2022. Minutos después, su bebé nació muerto y ella murió a causa de las heridas que le dejó una guerra en la que ella y su hijo no tenían nada qué ver. Irira es una de las más de 20.000 víctimas que ha dejado la invasión de Rusia a Ucrania desde febrero del año pasado. Más allá de los números y de las consecuencias medio ambientales, económicas y de infraestructura de las ciudades, los rostros y las vidas humanas trastocadas son lo verdaderamente espantoso.
La historia de esta mujer se hizo famosa porque un fotógrafo ucraniano, Evgeniy Maloletka, acaba de recibir el premio World Press Photo 2023 por haberla retratado mientras unos rescatistas la llevaban herida en una camilla para ser atendida en un hospital. La foto del año, dicen los titulares.
No me interesa indagar en cuestiones éticas ni de moral. He observado la foto todo el día y lo que me impacta no es que alguien sea capaz de disparar un lente en ese momento —que también de fotos históricas que han dejado plasmado quiénes somos los seres humanos están llenos los archivos— sino en el asunto de crear un galardón para esto. Porque más allá de premiar a un reportero de guerra que también se está jugando la vida, hay una frialdad con la que se mira la imagen para que un jurado la analice y le entregue una mención. Es una deshumanización que transgrede lo estético para exaltar y considerar arte el dolor ajeno, la pérdida de la intimidad incluso en la muerte más terrible. Es la capacidad del hombre de aislarse de la empatía y la compasión para convertirse en un simple espectador que admira y aplaude a quien está detrás del horror. Y en esa cadena entramos todos: el fotógrafo que es testigo de la situación, el jurado que elige una foto entre muchas para premiarla, y todos nosotros que observamos y leemos noticias mientras el mundo se sigue desmoronando. ¿Y dónde quedan las víctimas?
La imagen le está dando la vuelta al mundo. Según los jurados del premio, “transmite el padecimiento de los civiles en una guerra”. El problema no es la foto, ni que ahora vaya a entrar al hall de la fama de las crónicas de guerra. Sino que seguimos romantizando una infamia que está vigente, que sigue ocurriendo en el instante en que yo escribo esto y alguien me lee. Irira lleva más de un año muerta, la guerra en su país continúa y a mí su rostro abandonando el mundo me aplasta, porque aunque quiera pensar en otras cosas no logro comprender cómo podemos vivir en medio de tantas atrocidades.
La escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich ganó el Premio Nobel de Literatura en el año 2015 gracias a la “polifonía de sus textos” en los que, durante toda su carrera, ha recogido los testimonios de sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial, la caída de la Unión Soviética y sus consecuencias en sus pueblos, la Guerra de Afganistán y el accidente de la planta nuclear Chernóbil en Prípiat, y se convirtió en la voz de miles de víctimas invisibles. Leer sus libros no es leerla a ella propiamente, pero su labor ha sido titánica y majestuosa porque revela cómo algunos imparten la violencia que fragmenta y destruye la vida de los otros y, al mismo tiempo, cuánto soportan esos otros, los que quedan del lado del desastre, pero también nos muestra que, no importa en cuál orilla estemos, todos somos perdedores cuando nos alcanza el infortunio.
Su libro Voces de Chernóbil es una crónica espeluznante sobre el engaño y el silencio de los que tienen poder sobre aquellos que un día están tranquilos en sus casas oyendo la radio y al otro día explotan por las quemaduras de la radiación. Cuando lo leí, en el año 2016, tenía que detenerme varias veces en la lectura porque las imágenes son tan potentes y crudas como la foto recién galardonada de Maloletka que me encontré por casualidad mientras perdía el tiempo en redes sociales.
No me parece problemático el asunto de retratar —de una forma u otra— a las víctimas y sobrevivientes. Acaso son exactamente lo mismo. Lo que me asombra y me genera escalofrío es la capacidad que tenemos de acostumbrarnos a ver la decadencia humana, la sangre, la muerte y la desesperanza, tan tranquilos detrás de una pantalla, como si fuera una novela de Stephen King. Pero eso no es algo nuevo que surgió con el auge de las redes sociales y la Internet, pienso para consolarme. Ya lo dijo una mujer tayika, hace más de veinte años, cuando le preguntaron por qué había abandonado su natal Dusambé para llegar a la descomunal y extraña Moscú: “Hemos perdido dos patrias a la vez: nuestro Tayikistán y la Unión Soviética…En todas partes, la gente se ha acostumbrado a ver personas muertas”.*
*Testimonio de una mujer en Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/