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“Las reglas de arte, al proponer un ideal definido que alcanzar, le proponen al artista un fin que impide el trabajo en el vacío de su ingenio.”

  Cesare Pavese.

Hay algo que debo recordarme con una frecuencia azarosa. Porque aunque aquí —y en el fondo de casi todo lo que escribo— lo reitere, me persigue, se disfraza para desviarme desde nuevas formas, como lo hacen las advertencias que las sociedades han tallado en piedra. Hablo de esa nefasta vinculación del valor de la vida y del tiempo con la producción no definida como creación, sino medida en ganancias. Como si nada que no sumara en la cuenta del banco pudiera atesorarse y ser la base para una vida, cuando varias de las creaciones y actividades más preciadas de la mía son las que menos —o ningún— dinero me representan.

Habla la Nobel de Literatura Doris Lessing en el prefacio de El cuaderno dorado sobre “un sistema destinado a producir unos pocos vendedores siempre compitiendo entre sí”. Dice que el talento de cada niño podría enriquecerlo si no fuera considerado mercancía “con valor en un juego de apuestas al éxito”. Procede a lamentar la elección entre el arte y las ciencias, que es, en sus palabras, “una falsa dicotomía arraigada en el corazón de nuestra cultura”. Lo escribió en 1962, pero hay luchas que se eternizan. Plantea, también, que debería repetírseles a todos los niños durante su educación “que están siendo modelados y ajustados para encajar en las necesidades particulares y estrechas de esta sociedad concreta”.

Tener uno una sola vida, una sola oportunidad de explorar la propia unicidad con sus talentos y pasiones, acentuados por el filo de los dolores y el brillo de la belleza de la existencia, pero renunciar a eso y adormilarse en la generalidad de los prejuicios y las filas de una producción en masa que se aleja tanto de lo que es vivir. Yo le lucho sin descanso, cuando me seducen las letras enaltecidas por las ramas de los árboles bailando con el viento, y me arden por dentro como un llamado urgente a construir sentido, mientras un imán de potencia desmesurada intenta devolverme al automatismo productor, ese estado evasor del riesgo en la cotidianidad pero que, para gente como yo, lleva a la muerte del espíritu.

Así es que, aunque parezca determinada, hay días en los que me levanto segura de estar dispuesta a todo para que mi única vida se viva en honor a lo que llevo dentro, como si fuera obvio que puedo ser la escritora que quiero ser, y otros en los que me parece una montaña sin cima visible y me digo que tal vez deba conformarme con la lectura de aquellos que ya lo han conseguido, y entregarme a un día a día en el que un porcentaje ínfimo de mi talento pueda usarse en alguna otra cosa para producir. Pero esto lo comprenderán solo aquellos a quienes un sueño los desgarra de ilusión.

«Cuando creces en esta sociedad occidental tan próspera y te machacan constantemente el cerebro con tu éxito, con la persona que deberías ser y que todo se basa en lo que tienes y no en lo que eres, acabas con un enorme vacío interior. (…) Hay un poema de Robert Frost El camino no tomado: todo el mundo usa el camino general, pero tienes que tomar el otro. Pero para ser capaz de hacer eso, necesitas cierta educación. Tienes que tener este conocimiento con los poetas, los filósofos, los pensadores, los artistas, los pintores. Ellos pueden ayudarte a superarlo», dijo el ensayista Rob Riemen en una entrevista. ¿Dónde está en verdad la cobardía?

Creo que una de las claves es no anticiparse mentalmente a todo lo que puede salir mal. “Hay que aceptarse y no esperar gran cosa de uno mismo. La vida, por suerte, siempre redondea nuestros bordes”, dijo el director de cine Nanni Moretti. Así que hay que hilar de a poco, acudiendo al interior en relación con la belleza, que no es sino darle sentido a la existencia, y así ir revelando otro día a día posible que se puede convertir en la vida. Como quien desempolva un mueble o un objeto que atesoraba pero que había olvidado, y recuerda de golpe su encanto.

“En las partes expuestas al sol, las hojas ya han brotado, y entre ellas florecen los cerezos. Si uno tiene dieciséis años en medio de todo esto, se queda impresionado, porque es la primera primavera que uno sabe que es primavera, con todos los sentidos sabe que es primavera, y es la última, porque comparada con la primera, todas las que están por llegar palidecen. (…) Aguantar toda esa alegría, toda esa belleza, todo ese futuro que existe en todas las cosas”, escribió bellísimamente Karl Ove Knausgård en La muerte del padre. Tengo la impresión de que elegir la propia vocación como la única vida posible es aferrarse a la explosión de esa primera primavera, a la imposibilidad de renunciar a la belleza más pura y a que siga habiendo futuro en todas las cosas. Es elegir la florescencia del alma.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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