La mayoría de las personas entiende la neutralidad como un espacio en el que se ubican aquellos que no quieren tomar partido en una situación determinada. La idea proviene de un concepto del derecho internacional que se aplica en conflictos bélicos entre estados. Suiza durante las dos guerras mundiales es el ejemplo más común, pero incluso sobre su postura existen cuestionamientos porque en contextos políticos y económicos complejos la neutralidad no es posible.
Lejos de ser un sistema ordenado en torno a dos polos perfectamente distinguibles, como parecía en la primera mitad del siglo XX, el mundo es más parecido a una madeja de hilos enredados. Quienes han tenido que lidiar con una saben que tirar de un cabo suelto es apretar un nudo oculto a la vista y que la forma en que se entrecruzan las hebras parece arbitraria e incomprensible, pero con algo de paciencia y tacto pueden seguirse las tramas.
La coyuntura nos ofrece dos situaciones para revelar el artificio de la neutralidad política. La primera es la postura de los gobiernos de izquierda de América Latina respecto a la crisis de la democracia venezolana. En particular la del bloque Colombia-México-Brasil. Los esfuerzos por mediar se opacan ante la ausencia de una declaración en contra del régimen de Maduro. Pablo Stefanoni, publicó en El País una columna iluminadora sobre la situación: “un “socialismo” asociado a la represión, las penurias cotidianas y el cinismo ideológico no parece la mejor base para “hacer grande al progresismo otra vez”, dice. La cómoda neutralidad frente a lo que ocurre en Venezuela está hiriendo de muerte al proyecto político de Petro en Colombia, ya enfermo de delirios caudillistas y desangrado por los corruptos. No será posible lograr la continuidad del progresismo en 2026 sin tomar una postura clara respecto a la crisis venezolana y la más consistente con el ideario de la izquierda es defender la transición democrática y reprender al dictador.
Y hablando de elecciones, la segunda situación es la naciente campaña presidencial de la periodista Vicky Dávila quien, respaldada por el medio de comunicación que dirige, patrocinada por sus dueños y apoyada por aliados locales va a empezar una correría por el país para, en sus palabras, “estar en la calle con los colombianos, y tener la oportunidad y el privilegio de escucharlos”. La gira empieza en Medellín, elección nada sorpresiva si tenemos en cuenta que la ciudad es la casa de la oposición y que estar en contra de Petro parece ser la médula del proyecto político de Federico Gutiérrez y de Andrés Julián Rendón. Vicky llegará a la Universidad EAFIT apoyada por la Alcaldía, el Área Metropolitana, EPM y Comfama. Como explica El Armadillo en este artículo a estas instituciones les propusieron el evento como una nueva versión de los Foros Semana, encuentros que en el pasado ya habían acogido y apoyado y, el trino de Dávila los tomó por sorpresa. Al momento de cuestionar la participación de estas organizaciones, además de decir que desconocían la orientación que Semana va a darle al evento, acudieron a la invocación de la “neutralidad política” para escudarse de las críticas.
En las dos situaciones que describo apelar a la neutralidad es un artificio para desconocer los intereses de las partes involucradas: ser neutro frente a la situación de Venezuela es ocultar que existen vinculaciones políticas y comerciales entre los dos países, gas y petróleo, por ejemplo, y taras ideológicas heredadas de la Guerra Fría que perviven en el imaginario del presidente Petro. Esto en lugar de contribuir agrava y expande la crisis. Ser neutro frente a una posible candidatura de Vicky Dávila es jugar al mismo juego e ignorar los intereses del grupo económico que la respalda y lo útil que sería para ellos y sus aliados controlar el poder ejecutivo.
Los dos casos de “neutralidad” que describo son problemáticos al menos por tres razones: la primera es que ambos allanan el camino para que proyectos políticos que erosionan los valores democráticos, como el de Milei en Argentina o el de Trump en Estados Unidos, tomen fuerza en Colombia. La segunda es que opacan las relaciones existentes entre el poderoso sector privado local y quienes impulsan la candidatura de Dávila que, a propósito, nadie ha salido a desmentir, camuflando convenientemente las tramas que los relacionan en los negocios en los que ambos participan. Y, finalmente, porque como dicen los periodistas de El Armadillo, agrietan “el ideario liberal del periodismo como contrapoder, que supone una separación con la política electoral”.
Hablo de ambos casos y los mezclo de manera intencional no para sopesarlos, sino para mostrar que hacen parte de la misma madeja y que halar los cabos sueltos y tensionar los hilos en los que estamos enredadas es parte del interés de la ciudadanía crítica y es necesario para fortalecer la democracia.
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