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“Tal vez sean algunos grandes noes —los que se pronuncian y también los que se quedan en la garganta— los faros que mejor definan la geografía de nuestras vidas, el perfil de nuestras almas.”
Andrea Rizzi.
El sábado una preciosa reinita de fuego se golpeó contra una vidriera de mi casa. Un pajarito migratorio diminuto recién llegado del norte, extenuado tras volar más de dos mil kilómetros. Revisamos sus alitas, le dimos agua azucarada, lo acomodamos en un sitio protegido por ramas de sarros para que tuviera sombra y no se sintiera vulnerable ante depredadores, y nos quedamos junto a él. Pasaron las horas, nos acercábamos y nos miraba atentamente, pero no se atrevía a volar. Al final de la tarde intentamos cogerlo para que durmiera en una cajita, pero al acercar la mano voló a la rama alta de un sauce.
El domingo caminaba hacia el puesto de votación de las elecciones regionales en Colombia y oí a un chico contándoles a otros que los conservadores habían matado a su abuelo. Me quedé imaginando el trasfondo de esa historia: ¿sería la justificación para algún odio presente y una visión política radical? ¿O sería una base para rechazar la violencia y elegir la construcción de un mejor futuro? El tono del chico era prometedor. Pensé en la belleza de las decisiones cuando tienen una historia detrás, en lo distintos que serían los votos —y la vida— si fueran meditados, si los hechos dolorosos fueran el punto de partida de experiencias compartidas para aprender y perdonar.
Después, en la fila de mi mesa de votación, señoras desconocidas se preguntaban sus apellidos y dónde vivían para definir quiénes eran y, tras confirmar el origen correcto, procedían a preguntarse quién tumbaría a la izquierda en este país. Otra señora, que no pasaba el filtro anterior, se volteó para decirme: “Yo nunca había visto tanto desorden votando. ¡Ese Petro sí es un animal!” Recordé esta idea de Juan Gabriel Vásquez: «Vivir en Colombia era confirmar, día tras día, que no hay mentira tan descabellada que no pueda ser creída, si creerla satisface nuestros prejuicios, nuestra desconfianza o nuestros odios. Y moverse por la vida era mirar con extrañeza a todos los que las habían creído».
Se va a acostumbrando uno a vivir en la extrañeza. A atravesar los días en el intento de conservar un camino común con quienes componen esa extrañeza porque, tantas veces, son también los imprescindibles en la vida que corre. Tal vez la extrañeza sea parte de todo, de intentar seguir siendo uno mismo con otros, de conocer las grietas de la existencia sin dejarse tragar por ellas, pero apropiándose de las cicatrices. Porque, como dijo hace poco David Fincher en una entrevista, aclarando que sus errores eran mucho mayores que los que insinuaba el periodista, “si no tienes remordimientos, no has vivido”.
Cuando la reinita voló al sauce nos alegramos al ver que podía volar, pero nos quedó cierta incertidumbre. Todo el fin de semana la pensamos, preguntándonos dónde y cómo estaría, imaginándonos la alegría si volviéramos a verla, si diera un paseo por nuestra casa para regalarnos alguna certeza. Con eso fantaseamos las personas: con las certezas. Pensamos que, tras unas elecciones, todo cambiará. Que masacrando bandos contrarios habrá por fin paz. Y así se va la vida, imaginando un futuro mejor sin construirlo.
Dice Zadie Smith en Sobre la belleza que “casi toda la crueldad del mundo es sólo energía fuera de lugar”. Y yo pienso en la niñita palestina en Gaza que, sin saber aún que un bombardeo la había dejado ciega, ahogada en extrañeza y a años luz de cualquier certeza, se quejaba maldiciendo a los sionistas, cayendo en el vacío al apropiarse de esa energía que está fuera de lugar en el mundo, esa que arrebata vidas antes de empezar.
Correr hacia la reinita y negarse a dejarla en el desamparo. Elegir aferrados a la esperanza y no a la comodidad o la venganza. Impedir que el dolor y el odio se apoderen de la mirada de los niños. Porque la extrañeza no puede ser total.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/