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Lo viajera es parte de mi ser, casi como mis uñas, mis pestañas, el color de mis ojos, las costillas más cercanas al corazón. Entre los rincones de los pueblos por explorar y las conversaciones que con timidez escucho a otros viajeros tener, explorar el mundo siempre ha sido mi sueño. Lo difícil es que entre más conozco, más quiero conocer.
Me he familiarizado entonces con los pasillos grises de los aeropuertos, las estaciones de tren construidas en ladrillo, las terminales sucias de los buses, las escaleras resbaladizas de las entradas a los metros. Y aunque me encanta recorrer mis destinos, una de mis partes favoritas de viajar es ese agotador trayecto, que pareciera sacarnos a todos lo que llevamos dentro, muy dentro.
En el 2022 hacía la fila en migración en el aeropuerto de Miami, después de recorrer los pasillos de otros dos aviones para pasar navidad en Colombia. Llevaba más de 18 horas despierta, invadida por la ansiedad y el desasosiego de un corazón roto, expectante de recibir ese abrazo que llevaba añorando desde octubre, el de mi papá que parece cura todos los males. Pasé tres horas en la fila, y cada vez más se aproximaba el momento en el que me quedaría varada en un país extraño, a un paso de llegar a mi destino.
Al escuchar la voz de mi papá, entrecortada en el celular, lloré. Las lágrimas y la respiración entrecortada se me escapaban, aunque no quería llamar la atención, y eso bastó para que todas y cada una de las personas delante de mí se hicieran a un lado, dejándome pasar. Al fin, como loca y con los zapatos todavía en la mano, llegué a abordar mi vuelo.
El año siguiente, en ese mismo aeropuerto, el agente de migración me preguntó por qué estaba entrando a Estados Unidos. Le expliqué que mi hermano estaba recibiendo tratamiento contra el cáncer, y me contó que su sobrino también. Me devolvió mi pasaporte y me dijo que me deseaba todo lo mejor, lamentando las circunstancias de mi visita a su país.
Escribo esto desde otro aeropuerto, esta vez en el 2024, y habiendo vivido una experiencia que me hizo reflexionar, y espero a ustedes también.
Igual a como lo viví yo en el 2022, un hombre entre lágrimas nos pedía a quienes estábamos delante suyo en la fila de seguridad que lo dejáramos pasar porque iba a perder su vuelo. Tenía las gafas rotas en el puente de la nariz, unidas con un pedazo de cinta amarilla, no podía casi ni hablar, ahogado luego de correr, el sudor le corría por la frente.
Detrás de mí escuché a una mujer decir, “todos vamos a perder el vuelo.” Como quien dice, de malas, como quien dice, si yo sufro y yo espero, usted también.
Ni me cuestioné el hacerme a un lado y decirle que siguiera. Y, como por arte de magia, todas las personas delante de mí hicieron lo mismo, algunos inclusive deseándole buena suerte a este hombre que, muy probablemente, nunca volveremos a ver en nuestras vidas. Un hombre sin nombre ni destino conocido, pero sí con una emergencia aparente de emprender su viaje.
¿Qué tal que hubiera sido yo, queriendo llegar a ver a mi hermano? ¿O necesitando desesperadamente ese abrazo de mi padre, de mi madre? ¿Qué tal que hubiera sido mi hermano esa vez que le tocó viajar solo, con un catéter recién retirado? ¿O mi papá, cuando le dio una crisis de hipertensión? O, para despojarme de egoísmo, ¿Qué tal si simplemente, el hombre sin nombre y sin destino, no quería perder su vuelo?
Puede no ser el mejor ejemplo para ilustrar este concepto que llevo varios meses pensando, el de la empatía radical. Pero, les ruego, deténganse en el frenesí de su vida productiva, de sus compromisos, del caos, y dispónganse a notar lo que sucede a su alrededor.
La empatía radical es asumir que todos con quienes nos cruzamos, ya sea por coincidencia o por incidencia, han recorrido un camino diferente al nuestro. Pero también es aceptar que, sin importar la diferencia, sin importar que tanto más fácil o difícil han llevado su existencia, merecen nuestra gracia. Merecen nuestra paciencia, nuestro entendimiento, y claro está, nuestra empatía.
Claro está, somos egoístas por naturaleza. La idea de la empatía misma, la regla de oro que a muchos nos enseñaron en el colegio, es fundamentada en que deberíamos tratar a los otros como nos gustaría que nos trataran a NOSOTROS. Todo sustentado en uno, como si el dolor ajeno no fuera lo suficientemente importante como para considerar, por un momento, tratar a los demás con bondad.
Me dijo una vez una de mis grandes mentoras que la empatía no tiene nada que ver con zapatos. Porque el que nos pongamos los zapatos de los otros no quiere decir que vayamos a caminar en ellos, ni que entenderemos el camino que han recorrido.
Puede que esta no sea una reflexión que cambie el mundo. Por el contrario, puede que sea superficial e innecesaria porque no evalúa ningún sistema de poder, no critica a nadie con nombre propio, no denuncia la ineptitud de alguna figura pública. Aun así, creo que estas ideas, estas reflexiones de nuestro lugar en el mundo, son más necesarias que cualquier otra cosa. Elijo ser radicalmente empática, porque en últimas, es una elección que va en contra de nuestra misma naturaleza egoísta. Elijo ayudar a quien pueda, como pueda, así me tome un poco más de tiempo llegar a mi destino, así me tome un poco más de esfuerzo o me desvíe por un momento del camino. Pero, más importante aún, elijo creer que, así como lo hicieron quienes estaban delante de mí en la fila, otros harán lo mismo. Simplemente necesitan- necesitamos- que alguien lo haga primero. Y notarlo.
Otros escritos de este autora: https://noapto.co/salome-beyer/