La dignidad del “pobre”, el escozor del “rico”

La dignidad del “pobre”, el escozor del “rico”

El título es cursi. La realidad es más patética: nada le duele más a un “rico” que la dignidad de un “pobre”. Utilizo comillas porque no abordaré el tema desde el punto de vista financiero ni desde el de la economía política, aunque algo tenga que ver con ambos. Tampoco hablaré desde una perspectiva religiosa ni cristiana. Voy a hablar de mentalidades y de sensibilidades; de la razón cordial, que es la del corazón; desde la ética y la política, y especialmente desde la estética. 

Entiendo aquí por “rico” al que cree y actúa como si todo se comprara con plata o con poder, porque “todos tenemos precio”. Caso contrario, concibo como “pobre”, al que, independiente de su posición económica o social, sabe que no debe ser así y actúa en consecuencia para evitarlo, de modo que no se acentúen ni se institucionalicen las desigualdades de base.  

Hecha esta distinción, queda claro que no todo el que tiene suficiente plata o poder es “rico”, ni todo el que tiene poco es “pobre”. Hay quienes tienen recursos en abundancia o una posición social o política privilegiada, pero excepcionalmente hacen uso de esa condición y jamás abusan de ella. Son admirables. Igualmente lo son aquellos con escasos recursos y poco reconocimiento social, pero que no se doblegan ante el dinero o el poder per se, porque saben que la dignidad no se negocia; por demás, no son ni resignados ni tampoco resentidos sociales. Ninguno de los dos tiene mentalidad de “ricos”. 

Infortunadamente, debemos convivir con los “merecidos”, personas ontológicamente soberbias, que, convencidos de que tienen ganada su posición socio-económica, desprecian a los “postergados”, salvo que los adulen sin cesar. Lamentable y tristemente, también estamos rodeados de “arribistas”, que abundan en los estratos económicos emergentes y en los mandos medios empresariales. Sin poder ni dinero son más papistas que el papá y contribuyen a mantener el statu quo de los merecidos; perpetúan las desigualdades, porque quieren emular su estilo de vida y sus condiciones, como lo plantea Thorstein Veblen en Teoría de la clase ociosa. “Merecidos” y “arribistas” sí que tienen mentalidad de “ricos”. 

¿Cómo reconocer a los “ricos”? De muchas maneras, pero hay una infalible: son altamente dóciles, aduladores y genuflexos ante quienes tienen poder o riqueza material significativamente mayor a la de ellos, al tiempo que exigen para sí una sumisión igual o mayor de quienes perciben por debajo en estatus o dinero. Enaltecen a los que están por encima y oprimen a los que están por debajo, a menos que les sean suficientemente sumisos y serviles. La dignidad del “pobre” les da escozor, esa especie de desazón o rasquiñita en el ego que les irrita en extremo, sobre todo si proviene de quien también es pobre en recursos y estatus. En suma, son bien arribistas. 

Los “ricos” desarrollan el olfato para oler a distancia al “pobre”. No es necesario contradecirlos, basta con una mirada escéptica para que se incomoden y te identifiquen como soberbio. Confunden dignidad e inmodestia con soberbia. A mansos con mensos. Son paranoicos ante el disenso, que siempre leen en clave de insolencia. Por ello se identifican con frases como “el que pone la plata, pone las condiciones” y “el que manda, manda, aunque mande mal”. Esquivan pues toda pregunta ética, por los medios, ponderando solo los fines. No les interesa cuestionar las fuentes de poder y dinero porque en el fondo saben que no siempre son legítimas. No obstante, al final del día y almohada mediante, creo que ellos mismos saben que “son tan pobres que solo tienen plata”, poder, cargos o títulos.     

Como ni los creo ni los trato como imbéciles, estoy seguro de que saben que la riqueza no es algo absoluto, sino que está en función del deseo y por más que este casi nunca se colme, pocos dichos tan sabios como el de “rico no es el que más tiene sino el que menos necesita”. Por tanto, los caminos a la auténtica riqueza pueden ser tres: acumular más (bienes o poder), necesitar o desear menos –para monjes de clausura, dirán algunos–, y un equilibrio entre ambos: acumulación y deseo moderados, es decir, saber desear.   

Los “ricos” solo apuestan por la primera opción, por más que en sus entrañas reconozcan que las otras dos son más gratificantes. Quizás la voluntad los traicione y quieren, pero no pueden cambiar. La sociedad es implacable con los que no tenemos nobleza ni linaje. Por no tenerla es que somos esnobistas (que etimológicamente significa sin nobleza), de ahí que nos pasemos nuestras vidas buscando estatus (significa estar de pie), a veces en exceso, convirtiéndonos en “ricos”, de mentalidad y de corazón, como hemos visto. 

Por todo lo anterior, y aun con la carga peyorativa dada al término, los “ricos” no son malas personas ni hay que satanizarlos. Como nosotros, son producidos y reproductores de nuestra cultura. De modo que, con respeto, los invito a transitar de la primera a la tercera vía a la riqueza. Es la vía mía, que nací sin nobleza y me genera una ansiedad, moderada, el estatus, para sentirme incluido en esta sociedad consumista y excluyente. 

Y si no pueden cambiar o no quieren hacerlo, los respetamos. A cambio les pedimos reciprocidad. Tomen conciencia del escozor que les generamos, para que le bajen a la indolencia, a la agresividad y a las injusticias que cometen con quienes creemos que no todos tenemos precio.

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