Escuchar artículo
|
Algunos políticos electos y funcionarios públicos confunden aquello de la “dignidad del cargo” con su propia presunción de importancia personal. Olvidan convenientemente que la dignidad del cargo está dada por la enorme responsabilidad de representar los intereses de las personas, no sus delirios de importancia propia y pretensiones de privilegio o responder a su inseguridad o incluso, perezas respecto al deber adquirido con el cargo. Esta confusión de las dignidades se presenta en dos niveles, en asuntos pequeños -pero no por eso menos importantes- como el uso de privilegios estatales, léase escolta, conductores, tiempos de llegada y en general, la disposición cotidiana a abusar de la posición. También se presenta en asuntos más grandes, como en la falta de responsabilidad en las decisiones y la disociación de la persona del cargo, que lleva a ignorar la necesidad que exige -ahí sí- la dignidad del cargo respecto a qué hacer y dónde estar y cómo comportarse respecto a los intereses públicos.
El segundo nivel es fundamental también para las posibilidades de reconstruir confianza entre entidades públicas y actores políticos con los ciudadanos. Requiere asumir que sí, en ocasiones hay que ir a reuniones que uno preferiría evitar y a otras, en las que seguramente lo van a chiflar, no por preferencia personal, sino, porque es el deber representado en el cargo. También exige un comportamiento general que ojalá sea representación de los valores democráticos y equitativos que supone nuestra democracia. Asumir la dignidad del cargo también implica, en ocasiones, aguantarse escribir y publicar ese trino con pretensiones de chiste que solo tensiona más las relaciones políticas y sociales.
Todo esto tiene sentido porque asumimos que hay algo de sacralidad en la función pública. Una naturaleza dispuesta en dos elementos. El primero, el origen representativo de su poder y sus consecuencias para el interés público y el bien común. Es decir, en el poder –independiente de su magnitud- que está imbuido en cualquier cargo de una organización pública y la naturaleza colectiva, acordada y “prestada” de parte de los ciudadanos a esa persona. El segundo elemento se refiere a que cada servidor público es, ante todo, un pedacito del Estado en su conjunto, y, por tanto, su representante en cada una de sus decisiones y acciones. Lo que hace y deja de hacer no es solo decisión personal, tiene consecuencias para el Estado en su conjunto.
Eso es trabajar en el Estado. Echar mano de la humildad suficiente para jugar al rol asignado en el reconocimiento de la responsabilidad que se les puso en las manos, no en sus preferencias o inseguridades personales. Eso es representar la dignidad del cargo. Supongo -y aquí se me alborota el Silva idealista-que esto puede cambiar en tanto lleguen a esos cargos más personas que tengan claro que son lugares de enorme responsabilidad y que nunca se pueden ver como “algo que me gané yo”. No se conquistan. Uno es un “temporal responsable”.
El político o servidor público debería reconocer que en nuestro sistema político su elección es sobre todo una responsabilidad enorme y una dignidad que los electores y ciudadanos le encomendamos, y no un reconocimiento, un premio y mucho menos un “merecimiento” al que tiene derecho. Esto presupone la aplicación y preocupación por mantener dos principios básicos: la humildad y el deber. La humildad, en tanto el gobernante tiene que reconocer que no es más que otro ciudadano que por un periodo de tiempo reúne algunos poderes públicos para tomar decisiones importantes, pero cuya autoridad no solo es pasajera, sino que se debe absolutamente a la búsqueda y representación del bien público. Y el deber, porque solo quien asume esa posición como una responsabilidad con los otros y un compromiso con su propia dignidad de ciudadano, se protegerá de las decisiones arbitrarias o autoritarias.
Solo ahí es válido entonces, hablar de la dignidad del cargo.