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Uno de los líos de la democracia es que en ocasiones la podemos dar por sentado. Incluso en países en donde tiene muchos problemas y se encuentra en “consolidación” como Colombia. Pero la democracia ha sido todo menos la regla en la historia política de la humanidad. No es el “sistema por defecto”, no es el final de la historia. La democracia que conocemos actualmente es un invento del siglo XIX, ajustado y reformado durante el siglo XX y, sobre todo, expandido durante las últimas tres décadas. Pero incluso ahora, sería inexacto decir que vivimos en un mundo democrático. De acuerdo al índice de democracia de The Economist, poco menos del 30% de la humanidad vive en democracias plenas o funcionales. Y más de la mitad de las personas nacen, viven y probablemente mueran, en un sistema no-democrático.
El mismo índice de la revista británica ha venido señalando en los últimos años una tendencia global antidemocrática, o al menos, de marchitamiento de las democracias. Los partidos y movimientos autoritarios que ganan espacios en Europa, la sucesión de golpes de estado y guerras civiles en África y el ascenso de varios gobiernos “fuertes” en América Latina y Asia son los principales responsables de este fenómeno. Pero en la trastienda de estos hechos llamativos está una degradación más silenciosa: el apoyo a la democracia, particularmente entre jóvenes y particularmente en países que estaban en “vías de consolidar su democracia”, se ha reducido sustancialmente.
Solo en la última semana en América Latina, la victoria constitucionalmente cuestionable de Nayib Bukele en El Salvador, las persecuciones judiciales y discursos autoritarios de Nicolás Maduro en Venezuela e incluso, las peleas entre poderes políticos en Colombia son evidencia de los absolutamente presentes riesgos que enfrentan las democracias. Más que lo circunstancial, algunos de estos hechos son enmarcados en peligrosos discursos que usan la duda sobre la efectividad de la democracia como justificación de los arranques autoritarios o anti institucionales. Aquello de que la democracia no es efectiva para resolver problemas públicos es un asunto viejo y en general, exagerado. Por un lado, casi todas las sociedades que consideramos que garantizan el bienestar de sus habitantes razonablemente bien son democracias y enfrentaron y resolvieron sus problemas por medio democráticos. El autoritarismo además puede ser muy efectivo para enfrentar algunas cosas -una efectividad que casi siempre exige costos sociales enormes- pero muy torpe para muchísimos otros.
Pero incluso si forzáramos el argumento de la efectividad, una democracia funcional sigue ofreciendo la promesa que ha hecho de este sistema político la expresión más razonable creada por la humanidad: la posibilidad e inevitabilidad del recambio político pacífico. La rotación no violenta del gobierno es uno de los fundamentos de la democracia liberal y quizá uno al que deberíamos hacerle mejor publicidad. Todas estas preocupaciones al final reivindican dos tareas que deberíamos asumir con más fortaleza desde la ciudadanía: la posibilidad de innovar democráticamente, es decir, de introducir cambios en los procesos democráticos que ayudan a enfrentar este creciente escepticismo, y al tiempo, la seguridad discursiva de defender la que sigue siendo la mejor manera de resolver nuestros problemas colectivos.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/