La democracia como privilegio

La democracia como privilegio

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En Turkmenistán hubo elecciones el 11 de febrero de 2022, el ganador obtuvo el 72% de los votos, una victoria contundente. Votar por su nombre no fue una novedad para los habitantes de este país del centro de Asia, desde el 2006 su padre había gobernado el país y realizaba elecciones periódicas en las que sacaba también el 80% de los votos. Turkenistán se autodenomina como una democracia, pero no lo es. Los observadores internacionales consideran al país como una autocracia desde su independencia de la Unión Soviética en 1991 y, sin embargo, con absoluta religiosidad, adelanta elecciones periódicas. Pantomimas electorales que otorgan una sensación de distribución de poder internamente.

Turkenistán no está sola en estas puestas en escena democráticas, en realidad, solo un par de regímenes monárquicos en el mundo no se autodenominan como democracias. Es una marca potente y los “hombres fuertes” del centro y sur de Asia, el centro de África, del oriente de Europa y del centro y sur de América no pueden evitar utilizarla para que su mandato se identifique con la decisión popular, la unción del pueblo. Sus fachadas son excusa y justificación.

En ocasiones pensamos que la democracia es un sistema político más extendido de lo que realmente es, en particular, la experiencia efectiva de vivir en una democracia. Aquí nos podríamos quedar siglos debatiendo la definición y pediré disculpas por el simplismo, pero ejercicios como el Índice de Democracia de The Economist ayudan a hacerse una idea general de las dinámicas de la democracia global, usando variables y condiciones muy razonables sobre lo que puede y no puede considerarse valores democráticas (desde lo procedimental, como la realización de elecciones periódicas, libres y justas, hasta la efectividad de una justicia imparcial o el respeto a la libertad de prensa y propiedad).

Guiándose por estos y muchos otros criterios, la revista británica construye cada año una clasificación de los regímenes políticos de todos los países del mundo. En 2020, por ejemplo, encontró que el 6,4% de la población mundial vive en “democracias plenas” y 39,4% en democracias con problemas, pero el 17,2% viven en regímenes híbridos y el restante 37,1% en regímenes autocráticos. Más de la mitad de la población mundial nace, crece y muere bajo gobiernos autoritarios. Vivir en una democracia es de alguna manera un privilegio de pocos.

La democracia no es entonces una experiencia generalizada. Tampoco una que genere satisfacción unánime. Las últimas dos décadas han evidenciado un profundo desgaste democrático, la satisfacción de las personas con la democracia se ha reducido en casi todo occidente; en Colombia, por ejemplo, entre 1996 y 2020, el apoyo a la democracia pasó del 60 al 43%, según la Encuesta Latinobarómetro.

Su rareza y su eventual impopularidad (o al menos, tendencia a la insatisfacción) no debería hacernos olvidar de las profundas ventajas que los sistemas democráticos suponen para la experiencia vital y la política de las sociedades en las que existe. Prosperidad, paz y justicia suelen estar más presentes en las democracias que en sus alternativas, y las promesas de dignidad humana que nos unen como especie solo han podido cumplirse bajo las reglas de distribución de poder que establece la democracia.

Sobre estas certezas, nunca hay que olvidar que esto que tenemos, así sea particularmente, es extraño y en sobre esa extrañeza se teje la necesidad constante de cuidado y de promoción.

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