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Cuando me fui del país, esperaba volver únicamente para visitar a mi familia. A futuro, me con la toga de graduación, sonriendo de oreja a oreja porque tendría un trabajo asegurado en algún rincón del mundo diferente al que me vio nacer y crecer. Y lo último que esperaba era que, en cuestión de tres años, el estar alejada me convirtiera en, según la mamá de mi mejor amigo, “una enamorada de Colombia.”
Llevaba ocho meses por fuera, y llegué el jueves pasado. Nunca había estado tanto tiempo sin venir a mi ciudad, y aunque ya estoy más acostumbrada a mi vida en Edimburgo que a mi vida en Medellín, se me siguen saliendo las lágrimas durante los últimos minutos de ese vuelo final con destino al José María Córdova. Las 25 horas que toma el viaje las paso estando despierta, y aunque digo que es el método perfecto para evitar el jet lag, la realidad es que no puedo cerrar los ojos por la emoción.
Me han dicho que me quede por fuera; que consiga trabajo en Europa o en Estados Unidos; que aproveche el diploma que me entregará la Universidad de Edimburgo para construir una vida lejos de los problemas de Colombia, de la cultura machista y patriarcal, de las crisis económicas y de vivienda que tenemos, de la corrupción y la política podrida, de la historia violenta que nos enmarca, de tanto periodismo mediocre. Tanto mi familia como mis amigos me han alentado a irme del todo, a empacar el corazón junto con mis pertenencias y aceptar mi nuevo estatus de ciudadana del mundo.
La vida en Europa no es como la pintan, eso está claro. También hay crisis de vivienda, machismo y patriarcado. Por supuesto que hay corrupción, hay gobiernos inútiles, historias y realidades actuales de guerra y miedo. ¡Yo vivo en un país que todavía tiene monarquía! Me he sentido sola, perdida, con el alma atravesada por el océano atlántico. El frío en enero y febrero me ha enfermado, y me he acostumbrado a hacer todo sola, sin avisar si llegué bien, para dónde voy, o con quién. Porque la cultura de ayudar al prójimo realmente no ha llegado hasta Edimburgo del todo.
He aprendido a cocinar y comer sola, a caminar con mis audífonos puestos sin mirar mucho a la gente, y a que en los ascensores no se saluda a personas desconocidas. ¿Recuerdan la historia del hombre de 85 años que murió de hipotermia en París luego de caerse y que nadie le ayudara durante 9 horas? En pocas palabras, he aprendido a valerme por mí misma, a disfrutar de la soledad.
Aun así, creo que nunca me he sentido tan feliz como lo he sido estudiando en Edimburgo. Descubrí que la familia también se encuentra en amigas y amigos, y que yo sí soy digna de su compañía. Más allá de aprender sobre historiografía y las teorías de la guerra justa, he aprendido que ahora sí puedo escoger con cuidado con quien paso mi tiempo, a quien le confío mis secretos, y cómo reconocer a quienes me empujarán a un abismo de sueños cumplidos cuando ni yo pueda ver que ya tengo todas las plumas en mis alas.
A pesar de esto, ahora reconozco que sí quiero volver a Medellín. Más allá de lo mucho que disfruto de mi patria, la cantidad infinita de regalos que he recibido sin esperarlos, y la cultura que hace que mi corazón vibre, sé que tengo una responsabilidad enorme. Entiendo que el amor a Colombia no se puede quedar en las palabras de mis columnas, y reconozco lo hipócrita que sería si no le devolviera una fracción de lo que me ha dado.
El jueves fue la primera vez que lloré de tristeza y no de emoción ante mi regreso. Siempre he sabido que Medellín estará ahí, que reconoceré sus calles, sus comunas, y sus dichos. Pero una vez más, reconocí otro privilegio que me era invisible. Mientras sobrevolaba las montañas antioqueñas, recordé que unas horas antes estaba viendo en la pantalla de mi celular videos de ciudades en llamas y llenas de escombros, reflejando las bombas que han sido detonadas en sus entrañas.
Ya escribí una columna sobre lo que pienso de la situación en Gaza, entonces no lo repetiré. Pero, aunque todos estamos de acuerdo con que sentiríamos un dolor hondo al perder a nuestros seres queridos como lo están haciendo los palestinos, no pensamos en lo que se sentiría perder nuestro hogar.
Lloré porque me imaginé una Medellín envuelta en fuego, con pocos edificios intactos, sin ley ni orden. Podía ver en mi cabeza las filas que las personas harían para llenar una botella de agua, para que les dieran un gramo de arroz. A los animales callejeros muriéndose de hambre porque, si no hay comida para los humanos, ¿cómo va a haber comida para ellos? Imaginé toques de queda, metrallas, balas, requisas, colegios cerrados, llanto, la normalización de la sangre corriendo por las calles.
El no poder volver a sentir la ilusión del regreso a casa, el horror de saber que de lo que conozco no queda nada. Ya no hay colegio, ya no hay mangos en el árbol que solía trepar, ni empanadas en el puestico de la esquina. No hay techos, se han desteñido las fachadas de las casas por falta de mantenimiento y contacto con el polvo, no hay medicamentos en las farmacias, ya no hay negocios en el hueco porque sus dueños se refugian de la violencia. No hay partidos en el Atanasio, y no hay posibilidad de ir a ver a mi papá jugar béisbol porque en tiempos de guerra no hay deporte. Eso es, si mi papá siguiera vivo.
Todo lo que hace de Medellín mi hogar no existe. Eso fue lo que me imaginé, y me atraganté al darme cuenta del privilegio que es imaginarlo y no vivirlo. Hablamos de la pérdida de vida, de la escasez de recursos naturales y de comida, de hambruna, de genocidio. Pero no hablamos de la pérdida del hogar. Y de las muchas personas que lo han vivido, y más terrible aún, lo viven y vivirán.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/